jueves, 29 de octubre de 2020

AL COMENZAR MI ADULTEZ

AL COMENZAR MI ADULTEZ Recuerdos de los años cincuenta y sesenta Por Gladys García Delgado, abril 2010 Para mi nieta Iscarleth Gil Preámbulo necesario Esta crónica surgió a partir de preguntas de mi nieta Iscarleth. Ella quería saber más sobre su abuelo, Héctor Gil Linares, nacido en Venezuela en 1932 y quien falleció en 2007. Su interés data de hace ya más de un año. Hoy, 6 de abril, quise publicar esta versión porque en esta fecha Héctor estaría cumpliendo años.Gracias a la maravilla de la computadora los textos ya no son permanentes, es posible hacer y rehacer nuestros escritos siempre inacabados, por lo tanto he complementado un texto que originalmente escribí para Iscarleth. Esta vez quiero dedicar “Al comenzar mi adultez…” no sólo a mi nieta, también a mis tres hijos, Fidel, José Carlos y Osvaldo para que sepan algo más de la juventud de su madre. Me considero en deuda con mis dos hijos mayores a quienes les di muy poca o ninguna información acerca de de su padre. También ofrezco el texto a mis otros siete nietos: Fidel Sergio, Valentina, Israel, Karla, Anna Margarita y David Benjamin, pues -tal como le sucedió a Iscarleth- quizá en algún momento se pregunten por sus orígenes y yo entonces podría tener menos memoria para satisfacer su curiosidad. Por último, y no menos importante, incluyo en la lista de dedicatorias a todos aquellos interesados en conocer la historia de los años cincuenta y sesenta en Venezuela, narrada por quien despertaba a su adultez con las mismas ganas de vivir y conocer que aún hoy mantengo. A manera de introducción, para Iscarleth Eres la primera en mi familia que abiertamente se ha interesado por Héctor, tu abuelo y mi primer amor. Te voy a contar mi historia para que no queden por ahí retazos de ideas. Seguramente escucharás otros relatos, buscarás documentos o simplemente te conformarás con lo que he escrito aquí. Tienes mi permiso para compartir esta información porque forma parte de la historia de Venezuela. La trama es compleja y tal vez sólo he esbozado las ideas y los personajes. Yo nací en el Callao, Perú en enero de 1938. Entonces, ya mis padres peruanos vivían en Venezuela, tu bisabuelo, Agustín García Chacón, había estudiado periodismo en Buenos Aires y luego de casarse con Manuela Delgado, tu bisabuela, había recorrido el Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, como corresponsal de prensa o fundando periódicos de los cuales fue el director. Ellos llegaron a Caracas el 26 de julio de 1937. Es por eso es que en muchas ocasiones digo: “Por sobre todas las cosas, soy latinoamericana: el primer latido de mi corazón ocurrió en Panamá, nací en el Perú y desde hace muchos años, vivo en Venezuela”. Mamá, junto con mi hermana Gloria viajó desde Venezuela al Perú cuando iba a nacer, fue sólo esperar los días del posparto para embarcarnos hacia Caracas en donde viví justo hasta el día que cumplí los tres años. En ese momento ya hacía un año que había nacido mi hermano menor, Agustín. Mamá regresó al Perú wn 1941 con sus tres hijos y dos de mis primas por parte de padre, que vivían con nosotros. Mi madre quería que la familia peruana conociera a mi hermano menor y tambien, llevar con nuestra presencia algún alivio espiritual a la condición que se estaba sufriendo, ya que unos meses antes –en mayo de 1940- tuvo lugar un terremoto que afectó grandemente el Callao, donde estaba viviendo la familia materna. Lamentablemente mientras estábamos realizando esa visita y de manera repentina, murió papá, el 19 de abril de 1941. Mamá trató de adaptarse a su condición de viuda desempeñándose como secretaria, gracias a los conocimientos que había adquirido en la “Academia Comercial Simón Bolivar”, fundada por papá en 1937. También recibía una mesada de mi tío Santos de lo que producía la academia. Cuando papá murió ya el mundo tenía tres años en los combates de la Segunda Guerra Mundial y cada sobre que llegaba desde Caracas había sido abierto previamente y se le había colocado un cierre de un material que parecia de plástico y que en letras negras sobre fondo blanco decía: “abierto por la censura, defensa continental”. Esta fue la primera frase compleja que escuché y algunos años después, leí “de corrido”. En 1945 inicié mis estudios en el Colegio América del Callao donde permanecí hasta diciembre de 1954, después de haber llegado hasta el tercer año de secundaria. Por una u otra razón, mamá viajó en varias ocasiones a Venezuela y en 1951 decidió quedarse a trabajar, definitivamente. Siempre la acompañaba mi hermano y desde 1953 también mi hermana se fue. Mientras tanto, yo vivía con mi abuela Clara. En el verano de 1954 visité Venezuela durante vacaciones, que en el hemisferio sur ocurren entre diciembre-marzo. Desde aquel momento quise continuar viviendo con mamá y mis dos hermanos, quedarme en Venezuela. Mis primas habían regresado al país en el año 1944 a vivir con el único tío -Santos- que teníamos por parte de padre y para ese verano, ambas ya estaban casadas. En todo caso, sólo fue en enero de 1955 cuando llegué definitivamente a Caracas y, pasado el momento de la alegría por el reencuentro, me di cuenta que mamá hacía muchos sacrificios para sostenernos y que casi le era imposible cubrir con su ingreso todas nuestras necesidades. Comprobé también que el dinero que enviaba al Perú para el pago de mi escuela, ropa y alimentos, se multiplicaba allá porque Venezuela tenía una moneda fuerte, comparada con la del Perú. Realizar los mismos gastos en Caracas, era un asunto completamente distinto. Desde que me residencié en Venezuela, inicié el proceso necesario de equivalencia de mis estudios. En esos momentos, lograr la equivalencia o la reválida de títulos de un país a otro era muy complicado por lo que, un poco desilusionada, abandoné la idea de continuar estudiando. Surgió entonces la posibilidad de realizar la suplencia a una persona que estaba embarazada y el 21 de marzo de 1955 empecé a trabajar en la Oficina de Secretaría de la Universidad Central de Venezuela. Manejaba muy bien el idioma inglés por haber estudiado en un colegio bilingüe, aunque apenas había finalizado el tercer año de secundaria. Sin embargo, supe aprender de las personas que me rodearon, todas con extraordinaria mística y amor al trabajo. Los años cincuenta del siglo XX en Venezuela se caracterizan porque estaba en pleno apogeo la dictadura del General Marcos Pérez Jiménez. Aunque yo era una jovencita muy ignorante de la situación política que vivía el país, me da cuenta plenamente de la autocensura que cada persona se imponía cuando hablaba en público e incluso en privado. Tal condición no me era ajena puesto que también en el Perú se vivía una dictadura, la del General Odría. Mi vida transcurría entre la iglesia del Corazón de Jesús, muy cerca de donde habitábamos, el hogar y el trabajo en la UCV. Para entonces y como ahora, veía al trabajo como una actividad sumamente interesante por la que además me pagaban. El dinero se lo entregaba totalmente a mamá y ella se encargaba de comprarme ropa y darme para mis poquísimos gastos. Para el momento en que empecé a trabajar ganaba 500 bolívares y en ese entonces tal cantidad equivalía a unos 150 dólares. No voy a relatar los hechos históricos, se sabe que el 23 de enero de 1958 terminó la dictadura de Pérez Jiménez y con la reinstauración de la democracia surgió un auge de lo educativo y para ello se crearon un conjunto de instituciones, una de ellas fue la Facultad de Ciencias de la UCV, el 13 de marzo. El germen de la nueva Facultad de Ciencias fueron las escuelas de biología y química que hasta entonces habían pertenecido a la Facultad de Ingeniería, luego se crearía la de física y matemáticas y algo después la de computación. El Director de la Escuela de Ciencias -así se llamaba la de Biología- era el Dr. Diego Texera. Mientras había estado en la Oficina de Secretaría de la UCV no existía la burocracia que después fue ahogando los trámites administrativos en todo el país. En la Secretaría, entre otras cosas, me ocupaba de distribuir la correspondencia que llegaba a las distintas facultades. Un día se me acercó el Dr. Diego Texera y me pidió que no incluyera las cartas de la Escuela de Ciencias en el paquete que salía hacia la Facultad de Ingeniería pues él iba a pasar personalmente a recoger esa correspondencia. Gracias a Dios, siempre he tenido iniciativa y no sólo le apartaba la correspondencia sino que -igual como lo hacía para la correspondencia con el Secretario de la Universidad-, le llevaba un libro que sintetizaba el contenido de cada documento, incluso le traducía correspondencia si había cartas en inglés. Eso me abrió las puertas para ocupar mi segunda posición en la UCV. Cuando el Dr. Texera fue nombrado el primer decano de la Facultad de Ciencias le hablé y me propuse para trabajar como secretaria de esa Facultad. La cosa salió tan bien que él me nombró su secretaria personal y así desde mayo de 1958 ingresé a esa Facultad, por méritos e iniciativa propios. Y en condición de tal tuve la dicha de presenciar la instalación del primer Consejo de Facultad inaugurado por el Dr. Augusto De Venanzi, Rector de la UCV, investigador activo y una de las personas más ilustres con las que ha contado Venezuela. Seguía en mi mundo familiar y católico, mis estudios y mi trabajo, matizado por viajes semanales a la playa, a la casa que Lolita Esteves y su familia tenían en Macuto y también al Club Tanaguarena. Lolita trabajaba conmigo en la Oficina de Secretaría y era una gran amiga. Vivía en la Plaza Morelos en una quinta sobre cuyo terreno se levantó después el edificio de la línea aérea Viasa. Yo vivía en Candelaria de modo que todos los días nos íbamos juntas a la Universidad. Los viernes, al terminar nuestro trabajo partíamos con su mamá, quien también era viuda como la mía, a Macuto. Por ese entonces, mamá se casó con Sergio Araoz una persona que tuvo especial cariño a mis dos hijos mayores. Lolita y yo íbamos felices por la autopista Caracas-La Guaira, que se había estrenado en diciembre de 1953, estaba nuevecita y muy bien cuidada. También viajé con ella y su familia a unos cruceros por el Caribe que entonces salían desde La Guaira. Eran barcos italianos y el precio, unos doscientos cincuenta dólares. Los acontecimientos fueron fluyendo, el Dr. Texera dejó de ser decano, el Dr. José Vicente Scorza fue nombrado Director de la Escuela de Biología y posteriormente Decano de la Facultad de Ciencias. El caso es que Scorza, además de profesor e investigador era militante del partido comunista y una persona empeñada en que la gente siguiera adelante, se preparara. Su formación y vocación pedagógica le fluía por todos los poros: había sido maestro de escuela y profesor de biología y química en uno de los liceos más prestigiosos de la época: el Fermín Toro, antes de ingresar como Auxiliar Docente a la UCV y posteriormente desarrollar una brillante carrera como investigador científico. Scorza a veces conversaba conmigo en el Decanato o me invitaba a desayunar y un día me dijo: “y tú, ¿no piensas seguir estudiando?” Yo le hablé de mis dificultades de lograr la equivalencia pues entre la llegada de los documentos desde el Perú y la lentitud del Ministerio de Educación para dar un veredicto, llevaba tres años imposibilitada de continuar estudios. Entonces en septiembre de 1958 me informó la posibilidad de ingreso a la UCV para los “periodistas profesionales”, es decir, para aquellos que ejercían sin haberse graduado de bachilleres. Se estaba abriendo un examen de admisión para el ingreso de los no bachilleres quienes no obtendrían el título de licenciados sino de técnicos, aunque cursando las mismas materias que los futuros licenciados. Yo quería estudiar sociología y a pesar de haber interrumpido mis estudios formales, me mantenía leyendo temas que me interesaban, de modo que no me fue difícil el examen que además de las pruebas de conocimiento incluía otras psicológicas que -después lo capté- se referían a la inclinación ideológica de los futuros estudiantes. En todo caso, empecé mis estudios en el turno de la mañana, de 7 am a 10 am. A partir de esa hora me iba a la Facultad de Ciencias y compensaba las 2 horas de permiso quedándome un tiempo igual después que todos salían hacia sus casas. Las conquistas que hoy tienen los trabajadores tales como permisos para estudiar, no existían en esa época y ya se consideraba una concesión muy grande el cambio de horario. Mi encuentro con Héctor Gil Linares La Escuela de Periodismo era una de las más politizadas de la Universidad. Había un trajín permanente: asambleas, entradas a los salones de estudiantes comunistas, copeyanos o adecos a invitar a esto o lo otro y entre esos personajes estaba tu abuelo: Héctor Gil Linares, estudiante a punto de graduarse de periodista, con gran sensibilidad hacia los temas sociales y conocido como uno de los mejores tenores y tocadores de cuatro de la Residencia Estudiantil donde habitaba. La mayoría de mis compañeros de la universidad eran periodistas veteranos de verdad que habían leído y vivido mucho y para quienes existía ese horario matutino, de modo que después pudieran irse a trabajar en sus respectivos periódicos a preparar la edición del día siguiente. Entre los más jóvenes del grupo de la mañana estábamos Levy Benshimol y yo. Por cierto, Levy era vecino de la Candelaria, donde nosotros vivíamos y siendo mi amigo, lo animé a que presentara también el examen para ingresar a la Escuela. El saludo de mi profesor de filosofía, José Rafael Núñez Tenorio, quien después se destacaría como ideólogo del proceso político venezolano, me sorprendió: “me imagino que ya ustedes estarán suficientemente grandecitos como para creer en Dios”. Fue toda una contradicción para mí escuchar tal frase mientras admiraba sus exposiciones referidas a los pensadores griegos que iba desgranando en sus clases. Creo que el nuestro fue su primer grupo de estudiantes. Recuerdo que cuando llegamos a la Edad Media, tocó el tema del “Insensato” discusión que plantea San Anselmo, quien a través de sus análisis concluía que no creer en Dios era insensato, argumento lógico que Núñez rebatía. Yo me preparé espiritual y académicamente con la frescura de los pocos años para rebatir a mi profesor y desde entonces me llamaban “la copeyana”. Un joven copeyano de verdad, cuyo nombre no recuerdo, se acercó a mí intentando que le dijera a Núñez cosas que este joven no quería o no se atrevía a decirle. Me opuse rotundamente pues mis intervenciones no eran para ganar puntos hacia una ideología u otra sino porque verdaderamente creía lo que estaba sosteniendo. Te menciono esto porque desde entonces pude comprobar que existen personas, como Levy por ejemplo, que era copeyano-fundador del partido en Candelaria, admirador de Rafael Caldera y a pesar de sus escasos 18 o 19 años, jamás abusó de mi amistad para poner en mi boca la doctrina socialcristiana y pedirme que la repitiera mientras que otras personas, como el del ejemplo, aún siendo muy jóvenes ya buscan utilizar a los demás como sus marionetas. En agosto de 1958, Agustín, mi hermano, entró a la Escuela Militar. Mi hermana Gloria y yo lo íbamos a visitar los domingos, cuando no tenía salida. Allí se escuchaba música, especialmente de la Billo’s y se bailaba con los cadetes. Uno de ellos me empezó a cortejar y yo lo acepté. (No escribo su nombre porque no estoy segura que le interese aparecer en esta historia). El se tomó la relación tan en serio que habló con mamá y le dijo que se quería casar conmigo. Yo para entonces tenía en mi mente otros planes. Quería graduarme e ir a la India, me atraía mucho ese país, había leído algo sobre Ghandi y su resistencia pacífica, conocía los poemas y otros escritos de Rabindranath Tagore y, en fin, me veía como reportera en esa tierra ignota e inconmensurable, no como esposa de un militar. Pero no expresé nada de esto y acepté mi “conquista” que se presentaba con su uniforme de cadete a buscarme en mi trabajo cuando estaba de salida y a quien el Prof. Scorza miraba con cierta sorna sin hacer mayores comentarios. Por esos mismos días y para festejar el año nuevo 1959, me embarqué en uno de los tradicionales cruceros con Lolita y su familia. Estaba previsto tocar en Curazao, Puerto Rico, Miami, La Habana, Nassau, regresando a La Guaira. Todo eso, y mucha información internacional nos llegaba cada día a través de un periodiquito que se editaba en el barco. El 31 de diciembre, a medianoche sonaron las sirenas del barco, el capitán del barco hizo servir, además de una cena estupenda, champaña rosada, cosa que recuerdo nítidamente porque era la primera vez que yo veía champaña de ese color, mientras que las orquestas de violines nos invitaban a bailar. Recuerdo que entre los múltiples brindis que se hicieron esa noche hubo uno por la caída de Fulgencio Batista, dictador en Cuba. Nos tocaba desembarcar esa mañana, 1º de enero de 1959, en el puerto de La Habana y al despertarnos nos dimos cuenta que el barco no había atracado y se mantenía en alta mar aunque sin movimiento. Además, en el diario del barco aparecían los cables informando del derrocamiento de Batista, de la marcha de Fidel Castro y sus barbudos a la capital y otras noticias similares.También nos lo decía el periódico, que era imposible bajar en La Habana y que el barco sólo permanecería en el puerto hasta despejar algunos requisitos propios de las embarcaciones, en los puertos, la nave se desvió hacia Maracaibo como destino alterno. Todos, sin excepción aplaudimos la salida de Batista aunque quedamos frustrados por no poder desembarcar en una ciudad que para entonces era considerada como una de las más prósperas del Caribe. También porque para entonces Fidel Castro y sus barbudos estaban pasando a ser los héroes del momento y queríamos revivir la algarabía que un año antes se había dado en Venezuela a propósito del derrocamiento de Pérez Jimenez, el 23 de enero de 1958. Veintitres días después y cuando se celebraba el primer año de democracia, Fidel Castro llegó a Venezuela para agradecer la solidaridad del pueblo venezolano con la revolución cubana. En la UCV y otros lugares, antes que cayera Batista, se habían organizado colectas denominadas: “Un bolívar para la Sierra Maestra”. La Sierra Maestra era el lugar donde se encontraban los guerrilleros cubanos. Esa visita de Fidel a Venezuela ocurrió cuando Betancourt ya era presidente electo, pues había ganado las elecciones en diciembre de 1958. En su condición de futuro presidente, Betancourt no acudió a ninguna de las manifestaciones públicas que se organizaron en Caracas: en la Plaza O’Leary de El Silencio, en el Aula Magna de la Ciudad Universitaria y en un Restaurant en El Paraiso, además -por supuesto- del aereopuerto de Maiquetía por donde entró y salió. Si estuvo presente Wolfang Larrazabal, quien había sido presidente de la junta de gobierno al salir Pérez Jiménez. En esos momentos era el candidato presidencial derrotado, frente a Betancourt y por haberse lanzado de candidato, se había alejado del poder y el gobierno estaba presidido por Edgar Sanabria, quien no recuerdo si estuvo presente o no en los actos que contaron con la presencia de Fidel Castro. Con un grupo de estudiantes, fui a la Plaza O’Leary a escuchar a Fidel Castro. Las mujeres habíamos convenido vestirnos con falda negra y blusa roja. Para entonces nunca me había comprado una falda negra y mamá, absolutamente anticomunista, me prestó una falda de ella para que fuera a la manifestación. También estuve entre las personas que acudieron al Aula Magna para escuchar al líder cubano. En ese momento yo estaba leyendo la novela Gog, de Papini. Cuando Castro terminó de hablar, me subí al escenario a pedirle un autógrafo y le extendí el libro que llevaba. Su firma me pareció un garabato ya que inmediatamente al abordarlo, y sin que pudiera saber de dónde salió, apareció un gran grupo de escoltas que lo rodearon y obligaron a salir de una manera bastante curiosa para mí: el círculo lo rodeaba y a la vez lo empujaba hacia una de las salidas sin que Fidel encaminara sus pasos hacia ella, es decir y manteniéndose de frente hacia el público que lo seguía aclamando caminaba de lado. En el momento que el grupo de cubanos salió por Maiquetía, otro héroe legendario de la Sierra Maestra, Camilo Cienfuegos, perdió la vida. Y sucedió que en marzo de 1959 la Creole -que así se llamaba la transnacional petrolera, filial de la Standard Oil en Venezuela- invitó a los estudiantes de periodismo a una visita a Coro, Maracaibo y otras instalaciones que tenía en Occidente. Creo que en la organización tuvo mucho que ver nuestro compañero Víctor Arroyo, ya fallecido, quien trabajaba para la Creole. Fuimos un grupo grande, de diferentes cursos y entre los estudiantes estaba Héctor. En Maracaibo nos instalaron en el recién inaugurado Hotel del Lago, vimos en el show del hotel el debut de Felipe Pirela, bautizado más adelante como “El Bolerista de América” y muerto de manera trágica en Puerto Rico, años después. Disfrutamos en grupo la experiencia –para mí inédita- de conocer el Lago de Maracaibo, el Relámpago del Catatumbo, y por supuesto, las instalaciones petroleras. Cada vez que terminaban las actividades colectivas la amiga y compañera con quien compartía la habitación en el hotel y yo nos retirábamos mientras -como generalmente sucede en estos casos- se formaban grupos para “continuar la pachanga”, creo que ahora es más común decir “para seguir la rumba”. Yo estaba muy contenta de esta experiencia aunque las charlas de los aspectos técnicos del petróleo eran bastante áridas porque para esa época no existía el video tape, ni siquiera las transparencias y, en general, las ayudas audiovisuales eran muy limitadas. Además, debo confesar que los aspectos técnicos del petróleo o los minerales nunca han sido temas de mi preferencia. Sí disfrutaba la camaradería entre nosotros y los paisajes de los lugares que visitábamos. En un desayuno Héctor se me acercó y me dijo: “Tú tienes novio…” Yo le respondí afirmativamente y agregué: “¿Te diste cuenta por el reloj?”, porque tenía puesto el reloj del cadete y en esa época no era común que las mujeres usaran relojes tan grandes. “No”, me respondió él, “porque no te he visto salir con ninguno de los muchachos”. La calidez de su mirada y el tono de su voz me hechizaron a partir de ese mismo momento. Es decir, hasta entonces para mí, Héctor era uno más de los miles de estudiantes que cruzaban los pasillos aunque lo distinguía por ser un líder estudiantil de esos que entraban al salón a plantear asuntos, a hacer invitaciones, a pedir por o para alguna causa, pero nada más. En el vuelo de regreso a Caracas, Héctor se sentó a mi lado, yo miraba el reloj, recordaba el compromiso contraído con el cadete, me preocupaba por su condición de militante de un partido ateo y seguía hechizada… Según mi parecer, no le daba esperanzas pero viéndolo a la distancia, seguramente mi propia mirada y gestos delataban que estaba siendo correspondido y eso alentó su esperanza de continuar asediándome una vez que regresamos. Me acompañaba al trabajo cuando terminaban las clases a las 10 de la mañana. Ya para entonces él trabajaba en un periódico y colaboraba con Tribuna Popular, diario del Partido Comunista. Yo no le decía ni sí ni no e insistía que tenía novio. Un día por la tarde, llegó el cadete y esta vez el Prof. Scorza no se calló sino que al día siguiente, después que Héctor me dejó en mi lugar de trabajo, me increpó: “Bueno, por fin, ¿con quién vas a quedarte, con el cadete o con el camarada, porque uno viene contigo en la mañana y el otro te busca por la tarde, qué es eso? ¡A mi camarada no le vas a echar esa broma!” Su comentario me hizo reflexionar. No podía terminar con Héctor algo que no había empezado. Me costaba enormemente decirle al cadete que no lo quería… Porque eso fue lo que saqué en claro, cuando mi novio me propuso matrimonio yo no había saltado de alegría, había continuado pensando en mi deseo de irme a la India y dentro de mí consideraba que casarme sería un obstáculo para cumplir esos sueños. En conclusión, pensé entonces que definitivamente no amaba al cadete. Con Héctor, desde aquel chispazo inicial en el viaje a Occidente, el mundo se me había hecho pequeño, vivía una sensación indefinible, ante su solo recuerdo. Y tuve que optar y causar pesar. La decisión la tomé en el Jardín Botánico. Héctor estaba paseando conmigo y nos sentamos en la hierba. Y una vez más me dijo que estaba enamorado de mí y esta vez no le respondí que tenía novio, etc. Le dije: “Voy a hablar con el cadete para terminar con él”. Mi relación con el cadete apenas tenía tres meses aunque él ya me consideraba su futura esposa. Reconozco que fui brutalmente sincera ese día cuando me fue a visitar. Todo lo que antecede se lo resumí lo mejor que pude y le devolví el reloj. Nunca, jamás, en mi vida, había sido testigo del daño que una persona puede causar a otra involuntariamente. Cuando se iba lo acompañé al ascensor y viví el dolor que le estaba causando. Sé que me amó de verdad, buscó, siempre se mantuvo en contacto con mamá y hermana. En los primeros tiempos esperaba que cambiara de opinión, pero no fue posible. Como dijo Julio César, “alea jacta est” y en adelante me tocaba vivir con la decisión tomada. Afortunadamente años después esa misma persona y yo nos encontramos ya con la suficiente madurez, él era general y yo ya había regresado de Inglaterra donde habá realizado estudios de posgrado. Entendimos perfectamente que lo mío fue un rapto de honestidad, de “hacer las cosas bien” y no de dañarlo. Que quizás con mayor experiencia y veteranía hubiera sido más cautelosa pero cuando apenas se pisan los 20 años muchas veces no reconocemos que nuestras palabras también pueden ser dardos muy venenosos. De esta experiencia aprendí, todavía estoy aprendiendo el principio que asumen los médicos: “Primo, non nocere” -lo primero es no hacer daño-. Aprendí que no se puede jugar con los sentimientos de las otras personas y que para dar un paso hacia la aceptación de un romance, hacia el compromiso con la vida de otra persona, hay que estar absolutamente seguro de lo que se está haciendo. Y no me fui corriendo a los brazos de Héctor. Me tomé unos días. Creo que hasta hice unos ejercicios espirituales buscando una luz para alumbrar mi decisión, sobre todo por su condición de comunista, siendo yo una persona católica. Vinieron unas elecciones estudiantiles y recuerdo que Freddy Muñoz, uno de los dirigentes de la juventud comunista visitó el salón y empezó a darnos una charla intentando borrar las contradicciones entre su ideología y la postura cristiana, poniendo como ejemplo a Jesucristo y su amor por la humanidad y especialmente por los humildes. Yo quería y necesitaba creer lo que él decía… Sucedió luego que a Gloria, mi hermana, y a mí nos invitaron a una fiesta por contribución, lo cual era muy común, incluso en la época de Pérez Jiménez. La juventud de AD, del PCV o de ambos partidos, organizaba fiestas pro fondos. Muchos de los que íbamos, por supuesto, ignorábamos el motivo de la fiesta, eso lo supe mucho después. Héctor estaba en allí, me sacó a bailar y a partir de entonces no dejamos de hacerlo y de conversar, toda la noche. Al llegar a casa, seguíamos conversando en la puerta y mamá preguntó por mí, pues no había entrado. Al saber que estaba con Héctor, el comunista, ardió Troya. Fue una persecución insólita, no podía salir a ninguna parte sin estar acompañada, ni siquiera al trabajo. Mi hermano, tenía esa desagradable obligación los fines de semana. Al salir del edificio me dejaba sola y me decía, “regresa a tal hora…” y así volvíamos a entrar a la casa juntos, después de haberme paseado con Héctor. Él decidió visitar mi casa para hablar con mamá. Ella, muy en su época, me mandó a un dormitorio mientras conversaban, pero hablaban en un tono alto por lo que yo escuchaba todo: “Quiero casarme con su hija”. Y mamá: “Pero usted no cree en Dios”. Y él, “es verdad pero me caso por la iglesia, por civil, por lo que sea”. Y ella vuelta al punto cero: “Pero cómo se va a casar por la iglesia si no cree en Dios”. Y el final fue la prohibición absoluta de “no cruzar palabra con mi hija”. De todos modos nos veíamos en la Universidad, aunque él ya estaba graduado continuaba allí con sus compromisos políticos. También me llevaba serenatas al apartamento. Llegaba en el “Coche de Isidoro”, un pintoresco personaje que murió en 1967 quien utilizaba su carruaje para que las parejas se montaran en él o para llevar a los jóvenes a dar serenata a las muchachas. Héctor se situaba en un terreno baldío que había entre la casa de Caldera y el balcón de nuestro apartamento en Sabana Grande, donde nos habíamos mudado en 1958. Además de estudiar en la universidad y militar en la juventud comunista, Héctor tenía estudios formales de teoría y solfeo y también de instrumentos clásicos. Con su extraordinaria voz de tenor y el acompañamiento del cuatro que tocaba de manera magistral, hacía llegar la música hasta mis oídos y yo me aprendía las canciones de memoria, creyendo lo que ellas decían. Una de las letras es así: Te quiero con tanto cariño que sueño en las noches despierto y formo en mis sueños castillos que se me deshojan al paso del viento. Por ti yo soy puerto sin calma, poeta sin musa y sin lira, canción que se queda escondida en lo más callado del fondo de mi alma. Triste es vivir como yo sin esperanza, es naufragar con el puerto en la lontananza, es apurar de una vez todas las hieles, para vivir como estoy yo, muriéndome de sed. Ven a calmar con tu amor mi pesadumbre, faro de luz necesito de tu lumbre, árbol sin sol por milagro de tus manos, haz que un botón vuelva a florear mi estéril ramazón… También escribía poesía, otros lamentablemente el grueso de su producción quedó inédito y se perdió, muy pocos trabajos suyos fueron publicados. Por ejemplo, años después, en noviembre de 1961, cuando lamentablemente a otro joven comunista se le fue la bala que mató a Livia Gouverner, él le escrbió una hermosa poesía en la que la llamaba “cundeamor” y le reclamaba que no pudiera escucharlo más. También escribió cuentos, uno de los cuales me entregó muchos años después y que dedico a sus hijos: seres de la era espacial. En todo caso, regresando a lo cronológico, como siempre sucede cuando a las personas les coartan la libertad o cuando se trata de impedir el curso de los acontecimientos, éstos se precipitan, y así sucedió. Se consolida el romance En agosto de 1959 tanto Héctor como yo renunciamos a lo que quizá hubiera separado nuestros caminos. Muchos jóvenes comunistas salieron hacia el Festival de la Juventud en Viena y Héctor tuvo todas las posibilidades de ser elegido para asistir. En cuanto a mí, la CIESPAL me otorgó una beca de verano como estudiante de periodismo y también la deseché. Al decidir no ir a Quito, me fui de vacaciones con una joven oriental que estaba por iniciar sus estudios de Farmacia y a quien apenas conocía. La ayudé, como a muchos otros nuevos estudiantes, en los trámites administrativos en la UCV. Su mamá, en agradecimiento me invitó a Barcelona y mi mamá aceptó de mil amores. En todo el camino -viajamos de noche y entonces no había autopista hacia Oriente- le estuve hablando a esta joven de Héctor y varias veces le enseñé su retrato. Al amanecer, ya en la casa, la amiga me dice: “Gladys, en la puerta está un joven con la misma cara del que me estuviste enseñando en fotografía”. Yo me asomé y efectivamente, Héctor estaba frente a la puerta de esa casa. La mamá de mi amiga lo hizo pasar haciéndole saber que mi madre le había advertido que no estaba interesada en que continuaran nuestras relaciones. Héctor le respondió que estaba de paso para Maturín y que sólo quería saber si habíamos llegado bien. La señora se relajó y nos dejó conversar. Creo que con la hospitalidad oriental hasta le ofreció desayuno. Cuando estuvimos a solas Héctor me dijo que mamá lo había visitado en la Residencia Estudiantil de la UCV, donde él se hospedaba y le había hecho jurar que no volvería a tratarme. Que él había tenido la intención de esperar mi regreso pero ante esa circunstancia había decidido venir a comunicármelo y a pedirme que nos casáramos en secreto o nos fuéramos a vivir juntos de inmediato. ¡Guao! Era 1959. Una época cuando las “señoritas de su casa” no vivían tales aventuras, se esperaba que salieran “con velo y corona” a su condición de mujeres casadas. Mi madre era y es lo más importante que he tenido en mi vida. Todas las experiencias que vivió para nuestra sobrevivencia cuando quedó viuda con apenas 24 años, con tres hijos y dos sobrinas que levantar: 6 bocas en total y sin mayores ingresos. Sus sacrificios los tengo acumulados en mi “disco duro”. La madre, cuyas decisiones jamás había contradicho, la heroína anónima que con su esfuerzo había logrado mi desarrollo, se pronunciaba en contra de mi unión con Héctor, al punto de vencer sus escrúpulos e ir a la Residencia, considerada para entonces una “guarida de comunistas”. Y por otro lado, ¿por qué mamá iba a decidir mi vida sin consultarme, sin entender todo lo que me ocurría, sin procurar ponerse a favor de mantener esa ilusión? ¿o haciéndome ver que ésta no era conveniente? ¿Por qué no manejó otros métodos? No lo sé. Sólo lo comprendo ubicando la situación en su contexto histórico. Porque a mí me hubiera gustado una boda diferente, con la presencia de toda mi familia, con la bendición de los padres dominicos, con el vestido blanco, el Ave María de Shubert y la Marcha Nupcial. Por otra parte, yo sabía que Héctor no estaba aún en condiciones de formar un hogar en ese momento, él mismo me había comentado que había tenido una novia, creo que se llamaba Julia y que por ella había intentado suicidarse, cortándose las venas. Además bebía más de la cuenta. Era conocido cuando estudiante por su afición a la bebida, hasta tenía un apodo alusivo a ese hecho. Por ambas circunstancias se encontraba en tratamiento con uno de los psicoanalistas más respetados de Caracas. Cuando lo acepté como “conquista” él se lo comentó a su analista quien le sugirió que esperara antes de comprometerse en una relación, y así me lo dijo. Con estos dos antecedentes, y si yo hubiera contado con cierta madurez, creo que habría sido suficiente para pensar si era lo más conveniente iniciar una familia con él, en ese momento. Pero en mi ingenuidad, la podría calificar de misionera, creí sinceramente que nuestro amor bastaría, que iba a poder curarlo de sus males: dejar de ser alcohólico y olvidarse de cualquier tendencia suicida. Pero está visto que me equivoqué rotundamente. Y valga el comentario para reconocer que antes de unirse a otro tenemos que estar seguros que lo vamos a aceptar con sus defectos y virtudes pues nadie cambia a nadie, cada persona decide si modifica su comportamiento, buscando apoyo profesional en los casos más severos, o se queda como es. En resumidas cuentas, opté por Héctor. Engañamos a la señora que me acogió. El siguió yendo a su casa por unos días más, luego se despidió supuestamente para irse a Maturín. Yo esperé como una semana y dije que regresaba a Caracas. En esa época los taxis que llevaban al Interior o viceversa, buscaban a los pasajeros en las casas y uno de los amigos de Héctor -él también era oriental y conocía Barcelona y Puerto La Cruz como la palma de su mano- llegó a la casita de la amiga y sin bajarse del carro dijo: pasajeros para Caracas… Era el 15 de agosto de 1959. La mamá de mi amiga llamó a casa diciéndole a la mía que estaba en camino a Caracas y también le contó la presencia de Héctor. Mamá sospechó que algo había sucedido y viajó a Oriente en vista de que yo nunca llegué a Caracas. Seguramente ambas señoras se pusieron a buscarnos en las playas y fue así como nos encontraron en Playa Colorada con unas cachapas de hoja en las manos que a mamá le parecieron de lo más antiestético. Se armó un alboroto. Yo le dije a mamá que me había casado por civil pero su desesperación y desconsuelo fueron máximos con acusaciones hacia Héctor y reproches hacia mí. Fue una escena terrible, donde por segunda vez hice sufrir profundamente a alguien y en este caso se trataba de mi mamá. No quiero recordar en detalle ese momento, sólo decir que fue una de las penas que me acompañaron por mucho tiempo y que pude superar más adelante. El primer encuentro con la familia de Héctor en Maturín fue a finales de agosto. Allí conocí a otras personas más como a Héctor Fleming, su amigo de infancia que para entonces creo que era teniente y que luego estuvo comprometido en el llamado Carupanazo del 4 de mayo de 1962. Con él fuimos a “La Fuentecita” un bar en Maturín donde tocaban “Le petit fleur” que bailé con Héctor y hasta ahora me parece una melodía extraordinariamente romántica. Ellos hablaron algo de política pero fundamentalmente de cosas de Maturín, mientras tomaban con discreción. Yo, como era mi costumbre, sólo probaba refrescos. La Sra. Carmen, madre de Héctor, me recibió con displicencia, lo noté no solamente hacia mí sino también hacia él. No recuerdo que Violeta, hermana me hubiera tratado de manera especial. Carmelo, otro de sus hermanos, que después murió en un accidente de tránsito, estaba alegre y tocando su cuatro. Quienes verdaderamente nos acogieron fueron el Sr. Núñez, -lo llamaban por el apellido y no recuerdo cual era su nombre de pila, era el esposo de Vidalina, tía de Héctor- y ella misma. Se alegraron mucho que Héctor hubiera “sentado cabeza pues ya tenía 27 años”. También me acuerdo de una vecina quien tenía una hija adolescente. Ésta se dio cuenta que había manchado mi falda con la regla. Con gran cortesía, la mamá me prestó su baño para que me cambiara y creo que hasta me lavó la falda. Tengo la impresión que cuando todos se dieron cuenta que no estaba en estado, el nivel de aceptación mejoró. Las vacaciones llegaron a su fin y regresamos a Caracas. El problema mayor fue sacar mis cosas del apartamento donde había vivido mientras estuve soltera, mi casa. Nada de lo que había ocurrido había sido premeditado y yo había salido sólo con lo que iba a utilizar en un viaje corto. Tuve que solicitar la ayuda del Padre Celerino, dominico quien lamentablemente para mí había estado por España mientras yo tomaba las decisiones que iban a modificar mi vida. Recuerdo que se lo comenté cuando, ya de regreso, me vi en la necesidad de pedirle ayuda para enfrentar a mamá y sacar mis cosas. Varios de los padres dominicos han sido nuestros amigos desde que mamá regresó, ya viuda a Venezuela. Y fue gracias a la intervención del Padre Cele, que mamá permitió mi entrada al apartamento para retirar mis cosas. Mi hermana Gloria estaba completamente consternada y mientras yo buscaba en las gavetas lo que me pertenecía, sentía su pesadumbre, como que si estuviera asistiendo a mi propio velorio. Las relaciones materno-filiares estuvieron interrumpidas hasta enero de 1960. El día de mi cumpleaños y ya estando en estado de Fidel, mi hijo mayor, mamá se presentó muy de mañana llevándome una lamparita para la mesa de noche. Se quedó en la entrada del edificio y desde allí me llamó, ni siquiera se atrevía a entrar al apartamento. Yo la abracé muy fuerte y la invité para que regresara por la noche. Así lo hizo y se presentó, junto con su esposo Sergio y un delicioso arroz con pollo que todos, incluyendo mis amigos universitarios, fundamentalmente jóvenes comunistas, disfrutamos. Uno de los que llegó después de mamá y Sergio y antes de la cena fue Alfredo Maneiro quien entró cantando: Quisiera ver a un cura colgado de un balcón y a cuatrocientas monjas con las tripas al sol, oligarcas temblad, ¡Viva la libertad! Mamá actuó como si no hubiera escuchado nada y yo me moría por dentro pensando que este primer acercamiento en cinco meses pudiera frustrarse. Gracias a Dios, no fue así y en lo sucesivo mamá y Sergio se convirtieron en un inestimable apoyo en mis momentos de mayor dificultad. En cuanto a nosotros, primero vivimos en San Bernardino en la casa de Margot, una tía de Héctor, quien bebía en exceso y tenía una hija que “sabiamente” me anunció: Como ya te casaste no vas a poder seguir estudiando. Yo me aterré y me prometí a mi misma que eso no me sucedería, y, gracias a Dios y a pesar de las múltiples dificultades, pude cumplirme la promesa. Al poco tiempo logramos alquilar un apartamento muy cerca de la Universidad, en Los Chaguaramos. Una familia que se extiende Al comenzar nuevamente las clases cambié del horario diurno al nocturno por más de una razón: iba a mis labores en las horas convencionales, tenía tiempo para llegar al mediodía, preparar nuestro almuerzo, reposar y en la noche, terminadas mis clases regresaba de la Universidad con Héctor. El siempre permanecía allí en la noche por algún tipo de reunión con sus camaradas ya que dentro del PCV pertenecía a más de un grupo interno. En esos días la militancia en los comunistas en Venezuela era por células que no siempre se conocían entre sí. Había células de la Juventud Comunista y del Partido Comunista propiamente dicho. Además una estructura jerárquica que incluía al CEL (Comité Ejecutivo Local) y, dentro de la Universidad un Comité por Facultad. Héctor participaba en la CEL (así lo llamaban, en femenino) de Humanidades. Además, y aún cuando en 1959 se apoyaba públicamente al gobierno recién electo de Rómulo Betancourt, existían células paralelas clandestinas que se entrenaban para el uso de armas y coloquialmente se les conocía como “el aparato”. Sin estar dentro de los militantes, yo sacaba esas conclusiones, sin darles mucha importancia, en honor a la verdad, al escuchar comentarios aislados de los amigos de Héctor. El tal “aparato” tenía vínculos con algunos republicanos españoles exiliados en Venezuela quienes eran los entrenadores. Eran personas convencidas de que la única manera de cambiar cualquier estado de cosas en el mundo era a través de la violencia. Se dio entonces el hecho insólito que personas como Héctor y muchas más que recuerdo con especial cariño: humanistas, amantes del folklore, con los más hermosos ideales de lograr un mundo mejor para todos, personas que iban a las zonas rurales a ayudar a los campesinos, llenando para ellos los documentos necesarios para que la Ley de Reforma Agraria les adjudicara tierras, que se alistaban para ir a las fábricas y sindicatos a colaborar con los obreros organizando sindicatos, para exigir sus derechos, que participaban en la alfabetización de los millares de analfabetas que había en Venezuela, por sólo mencionar unos pocos de los hechos que presencié, un porcentaje importante de esos jóvenes vivían una doble vida desde el punto de vista político ya que además del trabajo social y de concientización que realizaban, estaban siendo adiestrados dentro del ¨aparato”, para servir a un partido político que tenía la última palabra en decisiones referidas a sus vidas personales tales como: dónde trabajar, qué hacer con la familia, dónde vivir, etc. Mientras tanto, yo viví experiencias increíbles. Me atrevía a abrir un libro ¡soviético!, dedicado a Anna Pavlova, una de mis heroinas pues también yo había soñado con ser estrella de ballet. Colaboraba con la lucha social que adelantaban los jóvenes comunistas, formaba parte del grupo que estableció la caja de ahorros en la UCV, apoyé la creación del jardín de infancia para los empleados de la UCV. Entonces la gente no consideraba importante la educación inicial, yo pedía una contribución mensual de 20 bolívares a los profesores y daba pequeñas arengas a mis compañeros de trabajo para que pusieran a sus hijos en el jardín de infancia, para que no lo cerraran. Antes de casarme, muy pocas veces salía de noche y mucho menos presenciaba el amanecer -salvo en el Rosario de la Aurora, que era todo un espectáculo alrededor de la iglesia del Corazón de Jesús-. El vivir con Héctor me permitía acompañarlo y con un grupo de sus amigos íbamos a dar serenatas para sus novias. No probaba ni una gota de alcohol. De hecho, si bien me gusta el vino, son escasos los momentos cuando bebo. Entonces, nunca había bebido y cuando alguien me sirvió una cerveza, que era lo que generalmente se tomaba, además del ron, no me gustó y para no parecer pesada inventé que el alcohol me daba sueño… Como era alegre, dicharachera, de todo me reía, los muchachos me cuidaban y cuando alguien me iba a servir un trago le decían: a Gladys no le des porque se duerme... Y así pasaba “lisa” en la serenata, fiesta u otro evento que siempre se amenizaba con alcohol. Además, como parecía menor de edad, les parecía justo que no bebiera. Era una especie de mascota de esos jóvenes idealistas… Me divertía un montón viendo asomarse a las muchachas -a veces lo hacían a hurtadillas- a escuchar las serenatas. Algunas mamás nos hacían pasar -los universitarios y los militares eran considerados entonces buenos “partidos·, es decir, candidatos a esposos- y al verme entre los serenateros invariablemente y con cierta altanería me increpaban: ¿Y tú, qué haces aquí? Y alguno de los muchachos decía; Es la esposa de Héctor, y como él era el tenor, la voz principal, se disculpaban conmigo, me llamaban señora o decían algo así como “sólo así se entiende”. El asunto era que Héctor y yo, para ese entonces, éramos uña y sucio, además de esposos, compañeros universitarios, fundamentalmente. Al llegar a casa, Héctor me instruía en poesía. A través de él conocí a Machado, Hernández, García Lorca. Juntos decidimos crear un folleto que repartíamos en la Facultad de Humanidades y que contenía los poemas o ensayos de éstos y otros escritores españoles y latinoamericanos. Había otra literatura que Héctor frecuentaba, muy a tono con su condición de intelectual de vanguardia de los años cincuenta. Leía a los beatnik estadounidenses, a los “poetas malditos”: Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, el Conde de Lautremont, junto la obligada lectura de El Lobo Estepario y Sidharta, de Herman Hesse, libros de cabecera de muchos jóvenes de la época. Estos autores no lograron penetrar mi mundo personal. Participaba en otro tipo de actividades y recuerdo claramente el día que por primera vez vi el amanecer sin haberme ido a dormir previamente. En la UCV había elecciones estudiantiles y en la Facultad de Economía se disputaban la presidencia creo que Pérez Marcano, de la juventud de AD y Teodoro Petkoff, por la juventud comunista. AD era muy fuerte en la universidad y especialmente en Economía. Ese día pasamos toda la noche en el auditórium de Humanidades -para esa época Economía no tenía edificio propio- contando los votos. Al terminar el conteo y comprobar el triunfo de Teodoro se armó una algarabía y del brazo de mi marido salí con muchos estudiantes por Las Tres Gracias a celebrarlo. Ese fue un momento extraordinario para mí: con Héctor a mi lado, disfrutando la alegría juvenil de un inmenso grupo de idealistas y sintiendo el rocío de la madrugada y las hermosísimas pinceladas que nos ofrecía el cielo, todo ello ocurriendo para mí por primera vez. Allí empecé a escuchar canciones que después se hicieron muy comunes para mis oídos y que supe luego que pertenecían a la época de los republicanos españoles, de los partisanos italianos y de los soviéticos: “Dime dónde vas morena…”, “Bella Chao…” “Joven Guardia…”. La música de todas estas canciones me gustan, invitan a la acción aunque algunas de las letras hablan de violencia. La letra de la primera que menciono, canción de los republicanos españoles, modificada para ser escuchada por caraqueños y que ya preparaba para la idea de la lucha armada y su consecuencia: caer preso, dice así: Dime dónde vas morena a las 6 de la mañana, dime dónde vas morena a las 6 de la mañana. Voy a la cárcel Modelo a ver a los comunistas, que los tienen prisioneros esos canallas fascistas… ¡Si te quieres casar con las niñas de aquí, tú te tienes que ir a empuñar un fusil! En “Bella Chao”, el guerrillero se despide e invita a su amada a continuar el combate: Una mañana de sol radiante, o bella chao, bella chao, bella chao, chao, chao. Una mañana de sol radiante voy a enfrentar al opresor. Y si me matan en el combate, o bella chao, bella chao, bella chao, chao, chao, y si me matan en el combate, toma en tus manos mi fusil. Soy comunista, toda la vida, o bella chao, bella chao, bella chao, chao, chao. Soy comunista, toda la vida y comunista he de morir. Esa última estrofa se cantaba con mucho énfasis y a voz en cuello. En cuanto a “Joven Guardia”, nacida en la Unión Soviética, su letra lleva un tono guerrero y dice: Joven guardia, que está en guardia, al burgués implacable y cruel, siempre cruel, joven guardia, que está en guardia, no le des paz ni cuartel, paz ni cuartel. Mañana por la tarde masas en triunfo marcharán y ante la guardia roja los poderosos temblarán. Somos los hijos de Lenin que a vuestro régimen atroz, el comunismo ha de abatir con el martillo y con la hoz. La que verdaderamente siempre me pareció extraordinaria es el Himno de la Juventud de Kachaturian, se titula “En pos de la vida” y la letra en español dice así: El pueblo que siembra y labora Levanta un presagio de paz. Se acerca una pródiga aurora De amor, de trabajo y de paz. En pie la juventud que da Alma y canción Clarín de libertad será nuestra legión. Cantemos mi fiel compañera Tu voz y mi voz y otras mil Serán la invencible bandera De nuestra legión juvenil En pie la juventud que da Alma y canción Clarín de libertad será nuestra legión. En nuestra alegría triunfante Unidos sabremos marchar, La vida nos dice, adelante, La sangre nos grita: A luchar. En pie la juventud que da Alma y canción Clarín de libertad será nuestra legión. La pródiga luz presentida, Infunde firmeza y valor Marchemos en pos de la vida, Forjemos la paz y el amor. En pie la juventud que da Alma y canción Clarín de libertad será nuestra legión. Si se analiza esta letra y se recuerda el brío y la sinceridad con la que se cantaba, se puede deducir que allí había una visión pacífica del futuro, un canto al trabajo campesino, obrero, al amor de pareja. A la libertad y a las posibilidades de la juventud para construirse un futuro distinto al vivido durante los regímenes totalitarios. A finales del mes de octubre de 1959 supe que había quedado embarazada. Siempre he pensado que quedé embarazada el 12 de octubre. No puedo explicarlo pero creo que sé el día que quedé embarazada de cada uno de mis tres hijos. En este caso, aprovechando el día de fiesta nos encontrábamos en el campo llenando o explicando a los campesinos cómo llenar planillas para solicitar créditos al Banco Agrícola y Pecuario, entidad financiera que entonces existía. Luego, el 1º de mayo de 1960 hubo una gran celebración en Cuba y los estudiantes fuimos invitados a visitar la isla. Yo no pude ir porque ya tenía 7 meses de embarazo. Es cierto que los papeles de viaje los arreglaba una agencia amiga y que hubiera podido negar el embarazo, pero no me pareció prudente exponerme ni exponer a mi primer bebé. Yo me estaba preparando para el parto con el Dr. Fernando Carrera quien lamentablemente falleció prematuramente y era un abanderado en cambiar las ideas que las mujeres occidentales teníamos, lamentablemente todavía hay mucho prejuicio en cuanto al embarazo y el parto. Carrera, junto a otros pioneros, introdujo en Venezuela el método psicoprofiláctico y nos daba charlas a un puñado de futuras madres, la mayoría estudiantes o empleadas de la UCV, y con su hermana, Josefina, practicábamos unas posturas que nos ayudaban a mantenernos activas y entrenadas para el momento de parir. Otro de los fundamentos de este enfoque para recibir a nuestros hijos era la relajación. El viaje de Héctor a Cuba duró unos 10 días y durante esa espera mamá me regaló un muñeco al cual bauticé como “Espartaco”. Cuando me iba a trabajar lo dejaba sobre la cama con un mensaje: “Como te demoraste, yo llegué: Espartaco”. Habíamos decidido que Espartaco sería el nombre de nuestro primer hijo, él regresó de Cuba, llegó a casa mientras yo estaba trabajado, y ¡creyó que ya había dado a luz! Después se aclaró todo y todavía pasaron dos meses más para que naciera mi primer hijo, Fidel Espartaco. Éramos jóvenes irreverentes y como nuestro bebé nació un 4 de julio, día de la indepedencia de Estados Unidos, además de Espartaco le pusimos Fidel como primer nombre. Tiempo después Héctor quiso cambiar ese nombre por el de Fidelio, en honor a Beethoven, a mí no me pareció conveniente y se quedó con el original. Al poco tiempo de nacer Fidel empezamos a buscar una casa o apartamento para comprarlo. El Este de Caracas comenzaba a desarrollarse y daban buenas facilidades para comprar quintas muy confortables. A mi me gustaron varias en la California Norte. También había casas más cerca de la Universidad aunque finalmente se compró una grande del Banco Obrero, en Los Castaños de El Cementerio. A mí no me gustaba mucho el lugar pues los cerros vecinos se empezaban a cubrir de ranchos, pero Héctor me dijo: “No te preocupes, la revolución está cerca y pronto todas esas personas tendrán sus propias casas sin necesidad de realizar invasiones, así está sucediendo en Cuba”. Lamentablemente todavía tanto en Venezuela como en Cuba, 50 años después, hay escasez de viviendas como bien lo puedes constatar. La quinta costaba 80 mil bolívares, el señor Núñez le dio a Héctor 20 mil bolívares para la inicial y nosotros quedamos pagando una hipoteca de 600 bolívares mensuales, lo cual dobló el monto de nuestros egresos para vivienda ya que en Los Chaguaramos pagábamos 300 bolívares. La casa tenía 5 habitaciones, dos plantas y terraza que en un momento utilizamos para que se organizaran fiestas infantiles y obras de teatro para los más pequeños. Era un medio de obtener finanzas para la juventud comunista. Se presentaron otros cambios que para mí fueron inesperados: la familia de Héctor empezó a vivir con nosotros. Primero e intermitentemente vino Armando, hermano de Héctor, quien tenía familia propia y en esos momentos trabajaba en la PTJ. Luego llegaron de Maturín la mamá y la hermana de Héctor. Más tarde lo hizo Carmelo y ocasionalmente nos visitaban la tía Vidalina y su esposo, Núñez. Tal familia extendida no era precisamente el tipo de hogar que conocía. Estaba acostumbrada a que en casa éramos tres hermanos, mamá y Sergio y más recientemente, sólo Héctor, nuestro hijo y yo. Honestamente no estaba a gusto con una casa y familia tan grandes. En febrero de 1961 volví a quedar en estado. Esta vez el futuro bebé fue José Carlos, y entonces tuve que contratar una persona para la cocina, otra para que se ocupara de los niños y una tercera para la limpieza, pues seguía trabajando y estudiando. La Universidad había sufrido varios allanamientos y en más de una ocasión estuvo cerrada por varios meses lo que me permitió ocuparme de mi hogar e hijos mucho más tiempo. Eran tiempos complejos amenizados por extraordinarias actividades artísticas. Vino La Opera de Pekín, entre otros espectáculos. De los clásicos nacionales, recuerdo haber presenciado en el Aula Magna el estreno de “Florentino, el que cantó con el Diablo” de Antonio Esteves, estando a punto de dar a luz mi segundo hijo. El evento fue con motivo del Centenario del Colegio de Ingenieros, en 1961. Obtuve el disco que guardé como una reliquia y años más tarde, en 1972, cuando ya vivía en Valencia, Walter Salamanquez, uno de mis amigos que se había graduado de psicólogo, nos visitó y se quedó admirado que mis dos hijitos se supieran de memoria toda la pieza. Recuerdo que me dijo: “Antonio Esteves es mi vecino, esto se lo tengo que contar”. La nube política nos envuelve Los acontecimientos políticos facilitaron que amamantara a mis dos hijos todo el tiempo que fue necesario. La UCV fue intervenida en más de una ocasión. Fueron momentos de mucha intensidad. Héctor se entregaba cada vez más a la militancia política. Me parece que desde que vivíamos en Los Chaguaramos ya lo tenían fichado pues estuvo preso más de una vez. La primera, cuando Fidelito cumplió seis meses. Yo acudía a visitarlo a la sede de la DIGEPOL en Candelaria y una vez me presenté con una torta diciendo que era su cumpleaños, para que me lo dejaran ver. En realidad, como lo expreso al comienzo, nació el 6 de abril de 1932. Por mi parte empecé a percibir con mayor claridad las incongruencias políticas del PCV pues bastante temprana y directamente me tocó enfrentar su doble discurso. La primera ocasión fue cuando empezó a llegar a la Facultad de Ciencias nuevo personal, aceptado por razones políticas y no por sus cualidades. Es verdad que algunos, que seriamente creían en la posibilidad de un cambio a través de las armas, dejaron su cargo para incorporarse a las guerrillas. Otras personas, especialmentee las que se encontraban relacionadas con dirigentes sindicales o miembros del comité central del PCV, se sentían parte de una “realeza” de su partido y daban un trato de persona inferior a sus empleados domésticos, a quienes vestían con ridículos uniformes, o a los bedeles de la universidad, todo esto a pesar de que en los discursos políticos hablaban de igualdad… Cuando iba a nacer mi segundo hijo, me correspondió el permiso pre y post natal, hubo una “conspiración” para que yo no regresara a mi cargo de Secretaria del Decano de la Facultad de Ciencias. Se asumía que dado que ese cargo era el de mayor status dentro del personal administrativo, le correspondía a la esposa de un miembro del Comité Central del Partido Comunista ejercerlo. Tal situación la conocí por partida doble, a través del profesor Scorza quien me informó que se había discutido que debido a mi condición de futura periodista no se podía confiar en mí. El Dr. Gamero, para entonces Decano, ratificó esos comentarios y me hizo sentir cuan lejos estaban los camaradas de mi marido de apoyarlo indirectamente, a pesar de su entrega a la cuestión política, no solamente no lo apoyaban sino que habían pretendido dejarme sin el cargo que me correspondía por mis propios méritos y por mi antigüedad. Héctor se graduó en 1961 y empezó a trabajar en el Instituto de Investigación de Prensa de la UCV, recién creado. Estaba muy entusiasmado con ese cargo de profesor instructor dado que siempre le había entusiasmado la investigación comunicacional. Ese instituto fue el germen de lo que hoy se conoce como el ININCO. También intentó retomar sus clases de música clásica que había iniciado al llegar de Maturín pero “el Partido”, tenía otros planes para él y –vale decirlo- lamentablemente, él no se opuso a ellos. Entre esos planes estuvo el hacerlo renunciar a su posición de profesor universitario en la UCV. Uno de los jerarcas del PCV montó en cólera cuando yo intenté impedir que renunciara. De manera casual, en el Decanato de Ciencias, preparando la carpeta donde estaba la agenda del Consejo Universitario, me enteré que uno de los puntos de la agenda era la renuncia del Profesor Héctor Gil Linares. Fui a hablar con mi profesor, el Dr. Pedro Beroes quien sustituía al Decano de Humanidades para que ese punto se difiriera y el accedió. Tal hecho, repito, provocó las iras de quien tenía en ese momento más poder para decidir sobre los destinos de personas y familias. Cuando mi segundo hijo, apenas contaba con 2 meses y 18 días y el mayor no había cumplido los dos años, el día 18 de enero de 1962 para ser más exacta, y sin previa conversación conmigo, Héctor viajó a la China con tres personas más. A mí se me pidió que dijera que había salido hacia Francia para un curso de Especialización. Me dieron una dirección francesa adonde enviar mis cartas, pero yo sabía que el viaje había sido a la China Popular. Fue un joven estudiante, creo que de apellido Michelli, quien me dijo: “Mi prima Mercedes también ha ido al viaje, es la única mujer”. No me cayó nada bien esa noticia, aparté de mi mente la idea de que pudiera surgir algún romance entre ellos pero, evidentemente, los acontecimientos posteriores me probaron lo contrario. Mercedes fue la primera en regresar a Venezuela después de unos cuatro meses fuera, con ella Héctor me mandó dos carteras negras, una grande de Francia y otra pequeña con un bordado en punto cruz hecha en la China, que todavía conservo. Desde el primer momento que la vi, por la manera como me hablaba esquivando la mirada, sospeché que algo había ocurrido entre ellos. Y lamentablemente, no me equivoqué. A finales de abril,y antes que Héctor regresara, me visitó Héctor Fleming y me dijo que necesitaba con urgencia comunicarse con él. Yo repetí mi disco: “está en Francia” pero él no me creyó, me dijo que sabía que Héctor estaba en Venezuela y que le dijera dónde estaba realmente o con quien podía contactarse para enviarle un mensaje. Yo le respondí que le estaba diciendo la verdad pues efectivamente, después de dejar China el grupo antes de regresar a Venezuela, viajó para Francia. El se fue algo molesto conmigo pensando que lo estaba engañando. Y Héctor regresó el 4 de mayo de 1962, fui con Sergio en nuestro carro Skoda convertible a buscarlo. El aeropuerto estaba totalmente tomado pues en tal fecha ocurrió un intento de derrocamiento del presidente Betancourt conocido históricamente como “El Carupanazo”. Al develarse el golpe, cual no sería mi sorpresa al comprobar que entre los comprometidos se encontraba Héctor Fleming… El comienzo de nuestro fin como pareja No tuve ni siquiera tiempo de darle la bienvenida a mi esposo. Héctor se puso a las órdenes de su partido que para entonces ya se encontraba en la clandestinidad. Participó en un segundo intento de golpe de estado el 2 junio de 1962 el cual tuvo lugar en Puerto Cabello y se conoce como “El Porteñazo” el cual tampoco tuvo éxito y una vez develado acentuó la represión. Yo vivía una situación incómoda, con toda la familia de Héctor en mi hogar, él ausente la mayor parte de las veces sin dar mayores explicaciones de su comportamiento y yo, la verdad, tampoco se las pedía. Betancourt había rebajado en un 10% todos los sueldos y tenía problemas económicos por los gastos que me representaba una familia tan grande y porque era el único ingreso formal en ese hogar. Decidí buscar otro lugar donde vivir, más cerca de la casa de mi mamá y sin el gentío que me acompañaba. Así fue como me mudé a la calle La Línea a la altura de Sabana Grande. Viviendo allí me gradué el 12 de agosto de 1962 de Técnico en Periodismo. Fue un evento muy triste para mí. Cuando terminó el acto en el Aula Magna, ni Héctor ni absolutamente nadie estaba allí para felicitarme por el grandísimo esfuerzo que acababa de concluir: trabajando, sin una sola materia raspada y llevando adelante la crianza de dos hijos, uno de apenas dos años y el otro de meses… Sin poderlo creer tomé el camino a la casa de mamá donde se iba a dar la reunión para celebrar mi graduación. Tampoco la disfruté, Héctor se apareció como a las 11 de la noche. Desde que llegó su tía Margot, quien insistía que tenía algo que decirme y él, me alejaba de ella comentando que no creyera lo que me contara. Nadie me dijo nada, sólo muchos años después cuando Chela, la esposa de Núñez Tenorio -para entonces éramos amigos- me comentó en París que el día de mi graduación ella había ido a un restaurant a comer con su marido y le había llamado la atención que en otra mesa estaban Mercedes y Héctor… Como en la vida no hay nada oculto, llegó el momento cuando casualmente ratifiqué la existencia de ese romance. Una compañera de trabajo, Nelly, acababa de llegar de Barquisimeto con sus tres hijos, yo le había dado hospedaje en mi casa mientras conseguía donde vivir. Cerca de las 12 del mediodía vimos un aviso económico de un traspaso de apartamento en Los Chaguaramos. Nos fuimos a verlo y al pasar por un restaurant de comida china vi que nuestro carro estaba estacionado enfrente de ese lugar. Para entonces Héctor trabajaba en Coro y antes de irse me había comentado que el carro le estaba fallando. Yo le dije a Nelly que detuviera el carro pensando que seguramente Héctor lo había dejado en un taller y el mecánico se estaba paseando en él. Ella, con mayor experiencia, me dijo: “Déjalo así, vamos a ver el apartamento”. Ante mi insistencia, detuvo el carro y yo me bajé a buscar al supuesto mecánico que estaba abusando de la confianza. Y me encontré con Héctor. Era él quien estaba traicionando lo poco o lo mucho que habíamos construido juntos. Recuerdo que anonadada me senté entre los dos y luego, sin decir palabra salí del restaurant y escribí en un papel: “Que sean muy felices” y lo pegué del parabrisas. Luego regresé al carro de Nelly quien por mi rostro comprendió lo que estaba pasando. Demás está decir que nunca fuimos a ver el apartamento. Por la tarde, Héctor regresó a nuestra casa y yo reaccioné como una mujer herida. Lo insulté, le dije que se fuera con su mujer, etcétera, etcétera. El me calmaba y pedía que le diera tiempo. Me sentía muy sola, sin nadie a quien recurrir, sin poder hablar con mi madre, hermana o familiar alguno, dadas las circunstancias que habían marcado nuestra unión inicialmente. No quería escuchar el “te lo dije”. Tampoco frecuentaba la Iglesia del Corazón de Jesús ni a los padres dominicos. Con la persona que me atreví a medio conversar fue con el Profesor Scorza, quien para entonces era mi jefe. Él me sugirió: “Eso pasa algunas veces entre las parejas, quédate tranquila, dale tiempo”. La prisión, ¿doblega a los hombres? Y en eso de dar tiempo estaba cuando el 18 de diciembre de 1962 tocó la puerta una vecina y amiga, para preguntarme si había escuchado la radio. Yo me estaba vistiendo para ir a una fiesta de navidad en la UCV. Le respondí que no. Entonces me informó que Héctor había caído preso en Coro y que, según la noticia, estaba muy maltratado. “Ya no irás a la fiesta” me dijo. “Al contrario, ahora más rápido tengo que ir…”, le respondí. Porque soy una persona que ante las adversidades, que he vivido algunas cuantas, procuro mantener mi cabeza fría y actuar desde lo lógico, aunque después me derrumbe y quede extenuada. Al saber la noticia de su detención, junto con Evangelina, la persona que me ayudaba con el cuidado de los niños mientras yo trabajaba y a quien conocía desde soltera, limpiamos la casa de propaganda política y de cualquier otro elemento que pudiera inculpar a Héctor. Luego me vestí y fui a la fiesta de navidad, no para divertirme sino para entrar en contacto con personas que me imaginaba me podían ayudar. Conocía tanto a los jóvenes de humanidades por mis estudios en la escuela de periodismo como a los de ciencias e ingeniería porque el decanato de la facultad de ciencias quedaba dentro de esa otra facultad. Para entonces ya me más o menos tenía claro quienes podían darme ideas en un momento como ese, cuando algún camarada, caía preso. Héctor no era el primero que vivía esa circunstancia. Necesitaba información para moverme en Coro, cìudad que no conocía y para saber quien o quienes podían servirme de apoyo allá, eso era lo que más necesitaba. Y, efectivamente, los amigos me ayudaron, estaban verdaderamente consternados con la situación. Sugirieron que entrara en contacto con Ildemaro Alguíndigue, quien era corresponsal del diario El Nacional y creo que militaba en URD. También se me dio la dirección de unos jóvenes militantes del MIR, partido que se había creado con la mayoría de la juventud de AD, rebelados contra sus dirigentes de mayor edad. Me dispuse a ir a Coro, acompañada de mi hijo mayor, quien para entonces apenas llegaba a los dos años y medio. A mi hijo más pequeño, de catorce meses, lo dejé en la casa de mamá. Tanto Alguíndigue como los jóvenes del MIR me acogieron como si fuera parte de su familia. El primero me conectó con el prefecto y con un abogado -el Dr. Beaujon- y los segundos me dieron alojamiento. Por cierto, mientras los del MIR conversaban y comentaban la situación de Héctor, uno de ellos a cada rato exclamaba: ¡Betancourt, devuélveme mi voto! Y tal exclamación surgía cada vez que alguno de los jóvenes comentaba que se habían enterado que Héctor estaba siendo torturado. Según lo que me contaron, la causa de la prisión de Héctor se debía a que en el momento de una visita que realizó Rafael Caldera a Coro, él había tomado la radio en la que trabajaba como periodista y había lanzado una arenga en contra del gobierno. Su acento oriental lo había delatado ya que para entonces Coro era una ciudad donde todo el mundo se conocía y no había muchas personas de otras regiones del país. Alguíndigue me ratificó lo de las torturas: “ha sido severamente golpeado y al tratar de escapar del jeep que lo llevaba preso, se le ha doblado el pie, está fracturado y sin atención”. También me dijo que era urgente que fuera a la prefectura, donde estaba detenido, para evitar que lo siguieran maltratando. Tambien considero conveniente y urgente que hablara con el prefecto de Coro. Tuvo otro gesto para mí y mi hijito que siempre le agradeceré: nos invitó el almuerzo y nos llevó a conocer los Médanos de Coro. El tal prefecto me recibió con una actitud condescendiente y machista. Me llevó en un jeep -tal vez el mismo donde se habían llevado a Héctor- al hotel donde mi marido había estado alojado, su habitación tenía la peculiaridad de estar en la planta baja y tener una única entrada que no comunicaba con el resto del hotel. Me enseñó un manojo de cartas escritas en letra muy diminuta y me dio a entender que éstas eran de su amante, quien además de hacer planes para “tumbar al gobierno”, le escribía cartas de amor. Me paseó por todo Coro y alrededores diciéndome que Héctor había alquilado varias casas: una para el partido en la clandestinidad, otra para las armas, otra para el entrenamiento de combatientes y la cuarta para vivir con su amante... Yo lo escuchaba con mucho dolor y molestias de todo tipo pero permanecí sin darle muestras de mi turbación, mi único comentario era que necesitaba ver a Héctor lo antes posible. Llevaba un recurso de ‘habeas corpus’ redactado por el Dr. Beaujeon, ante el cual el prefecto se quedó impertérrito pues justamente el día que Héctor cayó preso, 18 de diciembre de 1962, se habían suspendido las garantías constitucionales. Sin embargo me dijo: “a lo mejor se lo dejo ver el 24”. Alguíndigue, gracias a la información que le llegaba desde dentro de la cárcel, me informó que ya no lo estaban maltratando y que el plazo que me ponía el prefecto seguramente se debía a que necesitaba que estuviera más presentable para dejarlo ver. Efectivamente, me fue posible verlo el 24 de diciembre, tenía el pie enyesado y muestras de maltrato. Le informé las diligencias legales que estaba realizando y al despedirnos, mi hijo empezó a llorar muy fuertemente porque se quería quedar con su padre. Siempre me he preguntado si fue conveniente llevarlo entonces. Todavía no he encontrado la respuesta. En enero de 1963 Héctor fue trasladado al Cuartel San Carlos en Caracas, considerado como un preso político que debía afrontar un juicio militar; sólo podía visitarlo su madre, yo y nuestros hijos. La Sra. Carmen no quiso usar tal privilegio, yo acudía cada vez que había visita, algunas veces con los niños. Los temas de conversación siempre eran los mismos: “cuida a los muchachos, que aprendan música, que hagan deporte, que desarrollen su creatividad”. Esas frases me hacían sentir que nosotros, como familia, nos habíamos desintegrado. Por un lado lo notaba inquieto y desesperado siendo sus comentarios: “esto puede ser para largo, qué dice el abogado, cuándo podré salir de aquí, cómo hago para escaparme…” Nunca hablábamos de nuestra situación personal que había quedado pendiente: su romance con Mercedes. En cierta forma, me convertí en el contacto político de Héctor pues algunos jóvenes comunistas me buscaban para que le informara algunos asuntos que consideraban necesario enterarlo y que fundamentalmente se referían a quienes habían caído presos y qué acciones se estaban realizando a través de los familiares para lograr su libertad. Yo estaba tan desesperada como él por verlo libre y confieso que hablé con varios de esos jóvenes sobre la posibilidad de organizarle una fuga, cosa que era prácticamente imposible desde el Cuartel San Carlos. Ante tales insinuaciones, la mayoría se mostraba cauta pero Alejandro Tejero, estudiante de ingeniería, se puso a estudiar conmigo las posibilidades reales de fugarlo. Mucho tiempo después me enteré que había desaparecido para siempre, fue uno de los jóvenes que cayeron en manos de la represión política. Para entrar a ver a los detenidos en el Cuartel San Carlos había dos filas: las mujeres que iban a la visita íntima y las que iban a la sala general. Las visitas íntimas ocurrían en la celda del detenido y estaban reglamentadas, unas veces les tocaban a unas y otras, a otras de las esposas o compañeras. Un día, haciendo la cola de la visita a la sala general una persona me dice: “Yo tengo visita íntima, ¿puedes entregarle este papel a Héctor?” Yo me quedé sorprendida por su petición ya que de algún modo era su contacto ‘oficial’. De todos modos, en el transcurso de la visita, no tuve tiempo de entregarle ningún papel porque, lamentablemente, ese día a un guardiamarina que custodiaba la sala mientras ocurría la visita, se le fue un tiro cuando jugueteaba con su arma e instantáneamente mató a una señora que resultó ser la madre de uno de los militares que se habían ‘alzado’ contra Betancourt en un golpe de derecha que se llamó “el Barcelonazo”. Al producirse el hecho, todos los presos fueron conducidos a sus celdas y empezaron a hacer sonar las rejas de manera estrepitosa. Yo lamenté la terrible situación y a la vez le di gracias a Dios porque ese día había ido a la visita, sola. La señora que resultó muerta, algunas veces cargaba a alguno de mis hijos si iba ellos, le gustaba hacerles gracia. Recogí la bala que había atravesado a la señora y la llevé al periódico de izquierda: “Clarín” editado entonces por Luis Miquilena y José Vicente Rangel. Al día siguiente la foto de bala apareció en primera plana con la frase: “La bala asesina”. Pero la verdadera bala asesina la tenía en mi pecho. El papel que me habían dado para entregarle a Héctor resultó ser de Mercedes quien lamentaba que por las restricciones a las visitas de no familiares, no podía verlo en el Cuartel San Carlos, aunque cada día le llevara alimentos. Cuando me estaba preguntando qué debía hacer dadas las circunstancias, surgió otro cambio: en vista de que ‘el delito’ de Héctor, -que fue la toma de una emisora para hacer propaganda política aprovechando la visita de Caldera se había cometido en Coro- y que esa ciudad pertenecía militarmente a los tribunales de Maracaibo, se decidió juzgarlo en esa ciudad y para allá fue trasladado. Y cada viernes, después de salir del trabajo, tomaba un autobús que me llevaba a Maracaibo y amanecía el sábado en la Cárcel de Sabaneta, en el pabellón de los presos políticos, lo volvía a visitar el domingo y en la tarde regresaba en avión a Caracas. Tengo, por más de una razón, especial afecto a los maracuchos. Ellos me ayudaron y siempre me recibieron muy bien. Un día dormía en una hermosa quinta, otro día en un hogar muy humilde. Algunas veces me tocaba bañarme con el agua de un pipote que algunas familias ponen allí pasa que se refresque, otras tenía una habitación con aire acondicionado. Hice “turismo” gracias a la infinidad de lugares donde me albergaron: Los Haticos, La Pomona, La Limpia, 5 de Julio, El Milagro y aunque no llevara ni un centavo, sabía que alguien o varios colaborarían conmigo para que descansara, comiera bien y regresara en avión. El ambiente en la Cárcel de Sabaneta era distendido, a los visitantes masculinos les exigían ‘paltó’ en aquellos calores marabinos; con las mujeres eran más condescendientes. Antes de llegar al pabellón de los políticos se pasaba por los de los presos comunes. Un día vi a un compañero de la universidad quien me llamó y dijo: “Diles a los compañeros que tienen que hacer algo por mí. Yo robé, es cierto, pero lo hice por el Partido. Tengo que estar entre los presos políticos, no con los comunes”. Yo me sentí muy mal con tal confesión. Se decía que los asaltos a bancos y otros robos muy frecuentes en esa época eran de naturaleza política, pero constatarlo por boca de uno de los protagonistas me causó especial angustia. ¿Qué clase de revolución era esa que acudía a expedientes como “matar policías” y permitía que sus militantes robaran para el Partido? Durante esos viajes, me hice especialmente amiga de una nicaragüense y una maracucha y en vista de que los tribunales no respondían a los escritos que introducía, empezamos a planificar la fuga, tanto por el deseo de verlo libre como por nuestra situación como pareja ya que teníamos un asunto muy importante por resolver: nuestro futuro. También porque él mismo necesitaba la libertad con urgencia, daba signos de extrema intranquilidad. La prisión lo estaba deteriorando. Por ejemplo, nunca antes había fumado y entonces fumaba desesperadamente. Sin embargo, aunque estaba obsesionado con su libertad no dejaba de analizar la cuestión política y elaboraba un periódico clandestino dentro de la cárcel: “El Cerrojo”. Yo era la persona que proporcionaba la tinta que llegaba en unas latas de jugos Yukery. Entonces las latas tenían una costura y el Profesor Scorza les habría un agujero, vaciaba su contenido e inyectaba la tinta hasta lograr un peso proporcional al contenido real y luego volvía a sellar la lata. También me ocupaba de distribuir las copias impresas en la cárcel, dentro de la UCV. Allí se denunciaba que muchos campesinos de la sierra de Coro habían sido declarado guerrilleros sin serlo y otros asuntos muy desagradables que, lamentablemente, ocurren en las cárceles. Héctor también se ocupaba de alfabetizar a los campesinos capturados injustamente, leía mucho y participaba en reuniones políticas pues dentro de la cárcel los políticos estaban muy organizados. La fuga desde la cárcel de Sabaneta El plan de fuga estuvo listo para ser realizado la última semana del mes de junio de 1963, el domingo 26. Dada la forma menos rigurosa con la que se trataba a las mujeres que visitaban la cárcel, se me ocurrió que Héctor se vistiera de mujer. El tenía una barba espesa pues desde su arresto no se había afeitado. En sus piernas tenía mucho vello y, por supuesto, su cuerpo era el de un varón. Fui llevando la crema para rasurar las piernas, tijeras para cortar la barba, navaja de afeitar, unos papelitos que entonces se vendían para eliminar el sudor del rostro y contenían un polvo más o menos oscuro que permitía disimular la sombra de la barba y el bigote. Lo último en dejarle, una semana antes de la fuga, fue una peluca “cuchita” que me había regalado Nelly y que entonces estaban de moda. También, un sostén relleno y tipo corsé que permitía hacer busto y cintura. Como llegaba a Maracaibo desde Caracas era normal que llevara más de un par de zapatos de modo que le dejé unos tacones blancos apropiados a su pie, no muy altos y salí de la cárcel con unas sandalias. Mis amigas nicaragüense y maracucha tenían la misión de que ese domingo llevarían a la mayor cantidad de muchachas a visitar a los presos políticos mientras que se encargarían de convertir a Héctor en mujer. Yo, mientras tanto, debía ser vista en Caracas ese domingo por muchas personas, llevé a mis hijos al parque, a la casa de mamá, mientras mi corazón latía esperando alguna noticia que informara sobre el éxito o fracaso de la fuga. Hacia el anochecer dieron por radio la primera información: “Se fugó Héctor Gil de la Cárcel de Sabaneta, vestido de mujer” y al día siguiente, la misma noticia desplegada en los periódicos. No contaba que además de lograr su fuga, simultáneamente estaba colaborando al feliz reencuentro de la pareja Héctor-Mercedes. Y es que desde su traslado a Maracaibo Héctor había estado recibiendo su visita y cuando llegó el día de la fuga, ambos salieron felices a celebrar el acontecimiento internándose en algún lugar del Zulia, creo que en la Sierra de Perijá. Yo no volví a saber de Héctor hasta seis meses después. A mis amigas y a todas las que estuvieron ese día de visita las detuvieron e interrogaron, nunca me delataron y al final las dejaron en libertad. Por precaución estuve en la casa de una familia de Los Chaguaramos que me albergó gracias a la generosidad de un estudiante de ingeniería que acababa de conocer, quien al saber la noticia se ofreció para “enconcharme” mientras se despejaba el panorama. Su familia no estaba totalmente de acuerdo aunque se solidarizaron porque una hermana de este estudiante estaba casada con un líder del MIR al que estaban persiguiendo. Desde esa casa iba a la Universidad a trabajar porque la UCV era considerada entonces “territorio libre de Venezuela”, es decir, la policía no penetraba en el campus universitario, además, ninguna persona supo nunca sobre mi participación en este hecho, siempre mantuve en secreto mi participación en la fuga. Todos pensaban que eran simples medidas de precaución pues entonces era muy común que se allanara el hogar de los perseguidos políticos. De hecho, cada vez que me pedían mi dirección por algún motivo, daba la de mi madre, en Sabana Grande. A los pocos días de este acontecimiento mi hijo mayor cumplío tres años. Mamá lo llevó a la Universidad para que lo saludara, fue acompañado de mi otro niño, de apenas 20 meses. Aunque medio le celebramos su cumpleaños, yo estuve muy triste y decidí acortar el tiempo de permanencia en una casa extraña. En esos días también murió una persona que mamá apreciaba mucho, la viejita Braulia y me abstuve de ir a su entierro. Y en vista de que no nadie me buscaba para interrogarme ni se sospechaba mi participación en la fuga, volví a mi hogar. Me fue prácticamente imposible saber de Héctor, no sabía dónde se encontraba, hasta que a mediados de diciembre de 1963 el profesor Scorza me dijo: “Hay una camarada que está presa y parece que va a dar a luz en la cárcel”. Yo le respondí como humanamente he respondido siempre ante las injusticias y desatinos: “¡Qué barbaridad! Hay que hacer algo para que eso no suceda!” “Bueno, si tú quieres” me respondió el profesor, “lo único que te digo es que está preñada de tu marido”. Así era Scorza, sinceramente brutal, y se quedó esperando mi reacción. Yo simplemente salí del decanato y me fui a un baño a llorar. Por esos mismos días se presentó a buscarme otro de los amigos de Héctor y me dijo: “Ha habido una redada en Caracas y tu marido ha caído en la Digepol con cédula falsa, necesitamos 400 bolívares para dárselos a uno de sus custodios antes de que se enteren que tienen a Héctor Gil”. Y, una vez más, actué con nobleza de espíritu y entregué el dinero para evitarle lo que le hubiera sucedido al conocerse su verdadera identidad. Recuerdo a esta persona por ese detalle y él me recuerda por los riquísimos quesillos de leche, guanábana, mango, piña que preparaba todas las semanas junto con otras compañeras orientales, para levantar fondos a favor de los presos políticos. La calle La Línea, donde vivía después de haberme mudado de El Cementerio, en breve tiempo se iba a convertir en la Avenida Libertador. Busqué esa zona para vivir cerca de mamá y para ello, pagué un traspaso. Cual no sería mi desconcierto cuando –en el medio de tantas angustias y dificultades- me enteré la casa que habitaba estaba entre las que se iban a demoler para darle paso a esa avenida. Gracias a Dios, el propietario se hizo cargo del engaño que había sufrido y me dio el tiempo suficiente para volver a buscar apartamento, esta vez lo conseguí en Valle Abajo, muy cerca de la UCV, mi lugar de trabajo. Casi nadie sabía que vivía allí y por ello me sorprendió enormemente que en las navidades de 1963 se presentara Héctor pidiéndome refugio. Me dijo que la persona que se encargaba de hacer las cédulas falsas me conocía y le había dado mi dirección. Que sólo sería una cuestión de días y se iría. Yo le reclamé amargamente el asunto de su nuevo hijo y el que no hubiera buscado comunicarse conmigo, lo invité a que se ocupara de visitar a su mujer, que estaba por dar a luz en la cárcel. Mi afecto hacia él se había esfumado y sustituido por una gran amargura. Sin embargo, le permití quedarse, los niños ya no lo reconocían y les dije que él se llamaba Jesús. De modo que cuando comentaban con mamá, con Sergio y con otras personas que en la casa estaba Jesús, nadie les hacía caso y a lo más se limitaban a decirles, “si, en la navidad, en todas las casas se pone al Niño Jesús y El trae regalos a los niños que se portan bien”. Yo por dentro me sonreía y me felicitaba por mi ocurrencia. A los pocos días Héctor partió hacia Oriente no sin antes comprarles a nuestros hijos una piñata en forma de barco y darles otros regalitos. Ellos le comentaban a todo el mundo que Jesús se les había dado esa piñata y regalos, y a mí se me partía el alma al presentir que serían los últimos obsequios que recibirían de su padre. No anduvo muy lejos, llegando a Oriente con flamante cédula y todo, un guardia lo reconoció por su modo de andar y le dijo: “Párate, Héctor Gil o eres hombre muerto”. El final no muy feliz Y volvió a la cárcel de Maracaibo. Cuando lo fui a visitar, muchas cosas habían cambiado. Ahora la requisa a las mujeres era tan estricta como la de los varones aunque seguían revisándolos en dos filas diferentes. No se podía pasar con todo lo que se llevaba. Sin embargo, la tinta siguió entrando y volvimos a sacar El Cerrojo… En las cárceles existe todo un sistema de comunicación, apenas llegan las visitas ya los presos están enterados de quien entra, quien sale e incluso qué llevan. Un domingo de abril de 1964 fui a visitarlo y, en vez de esperarme en su celda como solía hacerlo, se adelantó a recibirme. Me besó en la frente y me dijo la frase que venía esperando hacía ya un tiempo, pensando en el desenlace del absurdo trío: “Mercedes está aquí”. Yo sólo le respondí: “Iré para la sala común” y durante toda la visita hablé con otros presos, me daban encargos, anotaba direcciones, le entregaba la tinta a Héctor, me guardaba El Cerrojo que iba a distribuir, todo de manera mecánica, pues mi espíritu estaba en otro lugar. En un drama personal en el que había evitado pensar desde aquel encuentro en el restaurant chino, a pesar de todas las evidencias que he narrado. Terminada la visita los presos nos despidieron como de costumbre con su himno que dice así: La prisión no doblega a los hombres A los hombres que tienen valor. Sólo al hombre sin fe en la victoria, Lo doblega la torva opresión. ¡Mantengamos la moral en alto! Que nada nos hará detener. Los reclusos de este calabozo, Prometemos morir o vencer… Al salir de la visita y con mi moral por el suelo, vi que entre los varones estaba el Sr. Núñez. Nunca nadie de la familia de Héctor me había acompañado a ninguna diligencia por su libertad ni a visita alguna. La única frase que había escuchado una vez de Violeta, cuando Héctor cayó preso y se fugó, fue su preocupación porque si lo mataban, la casa del Cementerio donde ahora vivía ella y su familia, estaba a nombre de Héctor. En caso de que muriera, esa propiedad me iba a corresponder a mí (¡!). Por supuesto, yo nunca más supe del destino de esa casa ni sé a nombre de quién quedó finalmente. En todo caso, al terminar esa visita, la Guardia Nacional nos detuvo tanto a Mercedes, quien estaba con su hijito, como a mí. El guardia más o menos nos dijo: “Aquí no somos árabes, a Héctor Gil no lo pueden visitar dos esposas, ¿cual de ustedes es su mujer? Yo extendí mi carnet de la universidad que llevaba mi nombre de casada y ella simplemente dijo: “Yo tengo un hijo de él”. Entonces, con su visión machista me dijo a mí: “Váyase señora” y yo salí temblando pues llevaba conmigo “El Cerrojo” y todo tipo de papelitos. A Mercedes la dejó para requisarla. Al día siguiente del incidente el Sr. Núñez se presentó a mi apartamento con dos bolsas de comida. Seguramente me quería dar alguna explicación, disculparse conmigo. Pero yo no lo dejé. Con todo lo que tanto él como Vidalina representaron en esos primeros años de mis hijos, por lo cariñosos que fueron, yo le debí haber dado otro tratamiento. Pero se impuso la hembra herida. Sus bolsas rodaron por la escalera del edificio y cerré la puerta bruscamente para no volverla a abrir jamás. Hoy hubiera actuado de otra manera, lo hubiera escuchado, le habría dado a conocer mi punto de vista y no hubiera apartado a mis hijos de su familia paterna, sobre todo de esta pareja. Pero las cosas sucedieron tal como las relato. Mucho tiempo después cuando por la prensa me enteré de la muerte de Carmelo en un accidente, fui al Cementerio a darle el pésame a la familia y pude ver por segunda vez a Héctor, jr., ya más grandecito parado en un corral infantil. Así cerré para siempre cualquier tipo de relación con Carmen, Violeta, Armando y compañía. En cuanto a Héctor, hice un último viaje a Maracaibo. Llevé los documentos que me habían dado en la DIEX -hoy ONIDEX- para que me autorizara el viaje de mis hijos al Perú. Él me preguntó: “¿Te vas a vivir allá?” Y le mentí, le dije que sí. El firmó todos los documentos que le presenté y así terminó nuestra unión. En tales circunstancias, regresé al Perú de vacaciones porque lo que realmente necesitaba era volver hacia atrás, revisar mi propia vida en un ambiente al que no había vuelto en casi 10 años. Necesitaba reencontrarme, pensar, saber hacia dónde me tocaba ir. Y quedé maravillada por todas las cosas que viví y todos los hermosos recuerdos que revivieron en mí, a partir de esa visita al Perú ya con mis hijos empezando su educación preescolar. Después que regresé de Lima empecé una vida diferente. Al poco tiempo renuncié a la UCV, abrumada por el ambiente que allí se respiraba y convencida de que en adelante estaría sin Héctor quien también había elegido un camino que me excluía y en el que yo no volví a participar de ninguna manera. Insistí y logré la equivalencia terminando mi bachillerato en el Juan Vicente González, a pesar de que continuaba una gran turbulencia política. Volví a clases en la UCV y me gradué de licenciada en periodismo en agosto de 1966. Graacias a los cambios políticos y a la renuncia de la lucha armada como forma de actividad política, la causa de Héctor fue sobreseida y él viajó a Francia desde donde una vez les mandó una tarjeta de navidad a nuestros hijos. Me enteré que se había enamorado nuevamente y casado con una joven muy cristiana –nunca supe su nombre- con la que tuvo dos hijos más Con Mercedes también tuvo dos hijos. Yo lo volví a ver ya estando casada con mi segundo esposo, Alfonso Burgos. Fue en 1972, justo cuando se encendieron las luces del estreno de un documental: “Tiempo de Vivir”. Alfonso y yo, en compañía de dos profesores de la Universidad de Carabobo, habíamos realizado este cortometraje sobre la reeducación de los presos en la cárcel de Tocuyito. La primera persona que me dio la mano para felicitarme por ese logro fue Héctor. Yo me quedé estupefacta, su presencia me impactó doblemente. En los ocho años que tenía sin verlo sus gestos habían cambiado, le sentía un aire mendicante, muy lejos del orgulloso joven que había conocido y amado. Al llegar a casa mientras lavaba los platos empecé a tararear un tango que entre sus frases dice: mentira, mentira, yo quise decirle, los años que pasan ya no vuelven más y así mi cariño al tuyo entregado es como un fantasma del viejo pasado, que ya no se puede resucitar. No recordaría este hecho si Alfonso no me lo hubiera comentado, haciendo que me fijara en lo que estaba cantando. En todo caso, y como era natural, Héctor pidió ver a sus hijos y yo reaccioné asustándome. Me parecía que su vida era frágil e inestable, que no era el momento para esos encuentros y se me ocurrió decirle que volveríamos a hablar del asunto en uno o dos meses. Pero no regresó, no volví a verlo hasta unos años después. En 1979, cuando mis hijos mayores habían llegado a la mayoría de edad y sin mi intermediación, Héctor los llamó e hizo una cita con ellos en la Plaza Altamira. Me comentaron fragmentos de esa única conversación que tuvieron con su padre. La persona que le había dado el teléfono de nuestra casa -entonces viviamos en Chacao- se las ingenió para que nos encontráramos después de haber visto a los muchachos. Su deterioro era mucho más marcado. Me dijo que se había radicado en Ciudad Bolívar, que quería contribuir a la educación universitaria de nuestros hijos y de su bolsillo sacó unas piedras que me dijo eran diamantes y me los entregó. Yo, muy amablemente le devolví sus piedras y le comenté que si su deseo era ayudar a nuestros hijos en sus estudios, que lo tratara directamente con ellos. Esa fue la última vez que conversé con él, la verdad, un poco molesta por el abuso de confianza de la persona que había intervenido para el encuentro. En 1996 nos llegó la noticia de que había muerto. Fue una información falsa que recibió uno de mis hijos. Ya yo lo había llorado dándolo como muerto más de una vez por falsas informaciones que aparecieron en los diarios cuando estaba fugado, también cuando me apartó de su vida sentimental. Pero en aquella ocasión de 1996 lo volví a llorar y escribí este poema: SERENATA AL ÚLTIMO FANTASMA A Héctor Gil Linares, mi primer compañero, al conocer su muerte física Gladys García Delgado Julio de 1996 Hace 30 años te enterré en mi pecho, y hoy resucitas para estar bien muerto. Sólo se muere cuando nos olvidan Entonces, más que nunca, vives para escuchar mí trova plañidera. Descansa... Paz... por esta vez, yo velaré tu sueño vives en mi recuerdo. Vanguardia que intentaste hacer un nuevo mundo que solo te llevó hacia las tinieblas, otra vez me velo con las lágrimas como estallaron frente a la mar de muertos. Después de guerras cortas, lucha armada, “la guerra”… ¡Qué poco se logró con tanto esfuerzo! Entonces comprendiste, lacerándote el pecho, que en la política no cabían ingenuos y decidiste apartarte de todo, mantenerte lobezno. Con votos y sin balas, mucho alcohol en el cuerpo, dejaste de ser padre y compañero y de los años sesenta a los noventa se fueron nuestros héroes comunes y también todos los compañeros, otra vez la utopía ha quedado desierta. Tu hermosa voz que anunciaba justicia, que acarició mi sueño, nuestro sueño se me quedó dormida desde entonces y nunca más buscó un nuevo encuentro. Alejándote de amigos y enemigos, decidiste buscar otros senderos. Prisión, pasión y muerte de tu espíritu, Junto a un dolor perenne, de vivirte en suicidios cotidianos, convertido mi hogar en un desierto. Aquellos sentimientos, acallados, perdidos, hoy han resucitado. Presencia‑ausencia del dolor fantasma. Mochito, Héctor, Toribio, Desde la clandestinidad y la derrota, vuelves a estar presente, a reclamar la posibilidad de lo imposible. Dulce primer amor, sin más partiste melancólica voz de mis recuerdos. La última serenata te ha dejado rendido, cansado de vivir entre bajadas de desamor y fuego. Mas no podrán morir tus frases nobles, tu esfuerzo contundente Por intentar lograr un mundo justo y bueno. Plantaste en buena tierra, he germinado: árboles y retoños me rodean. Al arrancar malezas, pude comprobar que entre nosotros ha quedado prendida, la generosidad de los años sesenta. Mi querido fantasma, he de darte las gracias, Cortos fueron los años compartidos, grande la recompensa. Descansa, por favor, los que nos siguen, sabrán qué hacer con aquellos dolores y tristezas con las equivocaciones y extravíos, porque así hubo de ser nuestra experiencia. A lo mejor ignoran los relatos de quienes hoy podemos considerarnos viejos. A lo mejor, transforman nuestros sueños en risas y canciones juveniles, y deciden vivir un mundo más ameno. A lo mejor, lo que hicimos no vale Y comenzamos a aprender con ellos. Epílogo Todo lo que antecede ha surgido a partir de las preguntas de mi nieta Iscarleth y de un artículo que me envió donde se hace alusión a la muerte Héctor. Por ello y a manera de epílogo reproduzco mi respuesta y el artículo en cuestión. LOS ERRORES DE MIMINA Gladys García Delgado En un artículo publicado el 10 de agosto de 2006, escrito por la poetisa Mimina Rodríguez Lezama bajo el título “Despiden pero no olvidan al poeta Héctor Gil Linares”, a propósito de la muerte accidental de este periodista y luchador social, el 28 de julio de 2006, Mimina, lamentablemente también fallecida y a quien conocí como persona respetuosa de la verdad, incurre, sin embargo, en varios errores que considero conveniente aclarar en mi condición de protagonista, al lado de Héctor, de hechos que relata y que no precisamente se ajustan a lo sucedido. Jamás había pensado escribir sobre este tema pero considero mi obligación aclararlo tanto para sus descendientes como para la Historia de Venezuela. Héctor, fue un joven de una sensibilidad infinita, escribía prosa y poesía, tenía formación musical clásica, una excelente voz de tenor y pasión por el análisis de la prensa escrita. Fue dirigente estudiantil pero no “de las décadas de los años 70 del pasado siglo”, tal como lo dice Mimina. Efectivamente fue amado y respetado por la comunidad de la Universidad Central de Venezuela aunque ejerció su liderazgo desde finales de la década de los años 50 del siglo 20 hasta mediados de los años 60. Es cierto también que fue a China no sólo a un encuentro testimonial con el presidente Mao sino que junto a otros tres venezolanos marchó el 18 de enero de 1962 a prepararse en tácticas guerrilleras. Su regreso coincidió con el día del intento de un golpe de estado conocido como “El Carupanazo”, el 4 de mayo de 1962. Llegó a formar parte de las “unidades tácticas de combate” de las llamadas Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, conocidas como FALN pero su posición en el estado Falcón –donde lo hicieron preso- no era la de combatiente, como se dice en el citado artículo, servía de fachada legal y era el enlace entre los grupos clandestinos y la actividad normal de los ciudadanos. No “cae llevando pertrecho militar” sino que, siendo periodista activo en Coro, tomó la decisión de lanzar una arenga por una radio en los momentos de una visita de Rafael Caldera a la ciudad. Coro para entonces era un pueblo con pocos emigrados y donde todos se conocían por lo que su acento oriental lo delató. Lo hicieron preso el 18 de diciembre de 1962 en el hotel donde vivía y efectivamente fue salvajemente torturado por la policía cuando se le arrestó, manteniendo en alto su compromiso de no delatar a nadie. Quien constata la golpiza que recibió Héctor no fue “el gobernador Saher” fueron otros policías, quienes menos ganados a reprimir salvajemente a los presos políticos, se lo informaron al corresponsal de El Nacional, Ildemaro Alguíndigue. Yo, la madre de sus dos hijos que para entonces tenían dos y medio y un año y dos meses, respectivamente, me trasladé a Coro el domingo 19 de diciembre de 1962 e hice contacto con ese periodista. Juntos iniciamos una campaña ante el prefecto de Coro para poderlo ver. Luego supimos por las fuentes internas que desde que se tuvo conocimiento de mi llegada habían dejado de torturar a Héctor e incluso pude verlo el viernes 24 de diciembre de 1962, visiblemente afectado y con un pie enyesado. Tal como lo relata Mimina, Héctor fue trasladado al Cuartel San Carlos aunque en esto tampoco intervino el gobernador Saher. Estando preso en Coro el régimen consideró que Héctor no era un preso cualquiera, y a pesar de que no se le podía probar nada en particular, cuando introduje el habeas corpus, escrito por el Dr. Beaujon, coreano altamente respetado en esa comunidad, y en el que se hacía evidente que estaba detenido por un delito menor (la toma de una emisora y una arenga política), el gobierno tomó como pretexto que las garantías constitucionales se encontraban suspendidas y trasladaron a Héctor al Cuartel San Carlos para enfrentar la justicia militar. Mimina cree que fue en ese cuartel donde se “inició su sanación física pero jamás la espiritual”. Es cuestión de opinión, todos tenemos derecho a hacerlo. Personalmente creo, por los comentarios que le escuché que en su deterioro personal influyó más de un factor no siendo el menor la contradicción a la que estuvo sometido entre sus propios valores de amor hacia la humanidad y lo estético, y la obediencia ciega hacia la organización donde militaba. El partido comunista literalmente le obligó a dejar su condición de profesor e investigador de la comunicación en la Universidad Central (hecho que lo apasionaba) o continuar con sus habilidades musicales, o atender a su familia, eventos que a lo mejor lo hubieran salvado de su “derrumbe psíquico”. Lo digo por haber sido testigo de hechos que para mí fueron insólitos. Al enterarme, por casualidad y mientras organizaba la carpeta con la agenda del Consejo Universitario para mi jefe el decano de la Facultad de Ciencias, que Héctor estaba renunciando a su condición de investigador de la comunicación en Universidad Central, le pedí al Prof. Beroes, quien para el momento estaba como Decano-Encargado de la Facultad de Humanidades que no presentara la renuncia ante el Consejo Universitario hasta que yo conversara con Héctor. Beroes accedió y eso desató las iras creo que del mismo Comité Central del PCV, especialmente de un personaje que hoy todavía se encuentra disfrutando del poder quien casi textualmente llegó a decir que quien era yo para detener los planes del partido. Todavía considero que mi opinión era de lo más importante tanto en este hecho, como en lo del viaje hacia la China, o en cualquier otro asunto, por ser la pareja de Héctor y por lo tanto, junto con mis hijos, los más afectados espiritual y materialmente por esas decisiones. Mimina tampoco acierta en cuanto a cómo ni desde dónde se fugó Héctor. Yo y nuestros hijos éramos las únicas personas a quienes se les permitía visitarlo en el cuartel San Carlos. También podía ir su madre pero ella prefirió no hacerlo. Sucedió que por razones de jurisdicción militar, Héctor fue trasladado a Maracaibo y allí fue más fácil lograr su fuga. Efectivamente, como dice el escrito, Héctor se fugó vestido de mujer con una peluca, tacones altos y, yo agrego, un corsé. Pero no fue Mercedes Rizo Casado la persona que planificó su fuga, lo hice yo con otras dos compañeras, una maracucha y otra nicaragüense, cuyos nombres omito porque ignoro si estarían dispuestas a darse a conocer. Consideramos prudente que el día de la fuga, ese domingo 26 de junio de 1963 yo me quedara en Caracas pero todo lo habíamos planificado al milímetro, incluyendo los pasos que había que dar, las torres de control de la guardia nacional y cualquier otro obstáculo que podría encontrar desde que se salía de la celda hasta que se alcanzaba la calle. En fin, planificamos todo lo necesario para que Héctor saliera transformado en mujer, supiera lo que iba a encontrar en el camino y hacia dónde debía dirigirse al estar libre. Todo esto se planificó con el desconocimiento del partido comunista. Recuerdo que el último domingo que estuve en Maracaibo, Radamés Larrazabal, dirigente de ese partido conversó conmigo y me pidió paciencia ante la lentitud del juicio y yo me abstuve de informarle que todos los detalles de la fuga se habían cubierto. Al lograrse la fuga no estuvo ‘enconchado en Caracas’ sino que se quedó en el estado Zulia, acompañado, sí, por Mercedes Rizo a quien él había decidido escoger como su compañera desde el viaje que hicieron juntos a la China. La policía, un poco torpe y discriminadora, consideró que quien había planificado la fuga era ella, tal vez por considerarla su amante y compañera de luchas revolucionarias y fue así como nunca llegaron a mi casa ni me interrogaron mientras que a Mercedes la detuvieron estando embarazada y la culparon por una acción que ni planificó ni ejecutó, simplemente aprovechó la circunstancia de llegar a visitarlo y constatar que Héctor iba a fugarse. Hacia diciembre de 1963 efectivamente Héctor cayó preso en una redada en Caracas con una cédula falsa. Uno de sus amigos me buscó para que consiguiera 400 bolívares para dárselos a uno de sus captores antes que la Digepol se diera cuenta de su verdadera identidad. A pesar de encontrarme bastante dolida y molesta por todo lo que en lo personal me había ocurrido, colaboré con ese dinero para que volviera a la libertad. Vísperas de navidad se ‘enconchó’ por 4 días en mi casa y en esos momentos tuve la oportunidad de escuchar de sus propios labios que ya no estaba de acuerdo con la lucha guerrillera. De hecho, en ese diciembre habían tenido lugar las elecciones presidenciales y el partido comunista había llamado a la abstención. Le escuché decir, más o menos textualmente: “El pueblo salió a votar, la lucha guerrillera no tiene sentido”. Como se sabe, la gente prefirió votar por Raúl Leoni quien sucedió en la presidencia a Rómulo Betancourt. A los pocos días de haberse despedido de mis hijos con algunos regalos y una piñata en forma de barco, en el mes de enero de 1964, volvió a caer preso. Lo reconocieron, sin haberle visto el rostro, por su manera de andar, iba hacia el oriente del país. Esta vez lo acusaron de haber intentado volar el oleoducto Ulé-Amuay. Muchos años después uno de sus más entrañables amigos, quien ha vivido en una posición bastante estable en Guayana, conversando conmigo sobre los años sesenta, me comentó que había sido él quien iba a volar el oleoducto. De modo que ni siquiera esa segunda vez que cayó preso fue responsable de lo que le acusaban. Ya no volvió a salir de la cárcel de Sabaneta y sólo quedó libre cuando el gobierno sobreseyó su causa en 1967, condicionada a viajar a Francia. Agradezco el artículo de Mimina y el que se encuentre en la web porque, aunque no se ajusta a los hechos reales, me ha permitido enterarme que Héctor murió en un accidente automovilístico el 26 julio de 2006. No estoy de acuerdo con el encabezado de su artículo. Le doy gracias a Dios por los dos hermosos hijos que engendró conmigo y por haber tenido el privilegio de compartir con él sus mejores años y sueños. San Antonio de Los Altos, 3 de enero de 2009 Gladys García Delgado cohorte2000@yahoo.com A continuación el artículo de Mimina Rodríguez Lezama, para quienes deseen explorarlo: Despiden pero no olvidan al poeta Héctor Gil Linares 10 de agosto 2006 Mimina Rodríguez Lezama despide militarmente al poeta y periodista Héctor Gil Linares, también conocido como el Comandante Salomón, quien falleciera al caer la tarde del 28 de julio de 2006 luego de ser atropellado por un vehículo. Mimina Rodríguez Lezama I “Más feliz aún y más tranquilo vivirá aquel cuya madre no lo ha parido, aquel que no ha nacido”.Omar Khayyan(“Poeta persa nacido en 1040, pero quien está vigente como cuando vivía y escribía”)II Al caer la tarde del 28 de julio de 2006 falleció atropellado por un vehículo el poeta y periodista Héctor Gil Linares, dirigente revolucionario de las décadas de los años 70 del pasado siglo. Gil Linares fue amado y respetado por la comunidad de la Universidad Central de Venezuela en aquella época difícil de nuestra historia nacional. Y recordamos que silenció temporalmente su palabra y su guitarra porque fue seleccionado para viajar a China a un encuentro testimonial con el presidente MAO quien marcó para siempre su poesía y su destino combatiente severísimo y de ese encuentro toma la decisión de incorporarse a la lucha armada nacional y con el nombre de comandante Salomón se integra a “las unidades tácticas de combate de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional” del estado Falcón. Un día cae llevando pertrecho militar y fue indescriptiblemente torturado para que delatase nombres de los proveedores y “conchas” de los dirigentes, pero sus labios permanecieron mudos y ni aún la electricidad en los testículos lograron la infamia delatora.III Otro día aparece en la primera página del diario El Nacional su rostro tan bestialmente deformado que le creíamos muerto por la consigna del: “disparar primero y averiguar después”. Pero no, aún vivía, porque cuando los esbirros impíos lo trasladaban al sitio final de las inmolaciones, casualmente el vehículo con su víctima cruza la Plaza Bolívar de Coro y estaba saliendo de la Iglesia el gobernador del estado, ciudadano Pablo Saher, quien al constatar el pavoroso estado físico del detenido y posiblemente conmovido, por tener a uno de sus hijos, arriba en la montaña, integrando el destacamento conducido por el comandante Douglas Bravo, rescata al preso de la infamia demencial de la policía política, y con el papeleo legal requerido lo entrega al batallón militar acantonado en la ciudad, con órdenes precisas de ser entregado al Cuartel San Carlos en la capital de la República. Y allí inició su sanación física pero jamás la espiritual, el comandante Salomón, o sea el poeta guayanés Héctor Gil Linares ya estaba síquicamente destruido. Entre las consideraciones recibidas durante su recuperación se le permitieron ciertas visitas esenciales y entre ellas la de la combatiente guayanesa y madre de dos de sus hijos: Mercedes Rizo Casado, oriunda de Upata e hija del poeta José María Rizo y su esposa Teté Casado Lezama de Rizo. Y un día a esta militante astutamente inteligente se le ocurrió sacar al preso del Cuartel San Carlos antes de que fuese militarmente sentenciado y al visitarle llevó consigo una maquinilla de afeitar, una cédula de identidad falsa, una falda, una cota y una peluca de mujer y luego de afeitarle las canillas y maquillarle, salieron cumpliendo tranquilamente, cédula en mano, burlando la experiencia profesional de la guardia de prevención militar del Cuartel San Carlos.IV Por meses estuvo el fugitivo enconchado en la residencia de su prima hermana Marina Gil Samís, en una de las tantas urbanizaciones caraqueñas y sorpresivamente otro día un, allanamiento buscando a otro militante político pero Héctor Gil Linares cayó también pero no con cédula de mujer, sino con otra cédula de la cual ignoro su procedencia, pero sí sus muchas semanas de tensión nerviosa por el terror de ser reconocido. Posteriormente marchó a Francia e ignoro en cuáles condiciones porque entonces me encontraba en: “un lugar de Venezuela en armas”. Pero en el más hermético anonimato por ser ex esposa de un honorable jefe militar quien aún vive, y también padeció los rigores del presidiario en el Cuartel San Carlos por: “el noble delito de ser hermano del comandante Enrique Rincón Calcaño”, cuyo destino “cuarto republicano”, fue sus permanencias en cárceles o exilios por el odio fatal del poderoso, quien impidió a sus hombros vestir los soles de general, muy bien logrados por su destino profesional de Emérito Soldado de la patria. V El poeta patriota y periodista combatiente fue ultimado por el vehículo de un inocente conductor que nada tiene que ver con sus atropellos físicos o espirituales pasados o presentes. Su deceso le fue informado el día sábado 29 en horas de la mañana a su hermano Armando Gil Linares telefónicamente por el Lic. Américo Fernández, y de inmediato recibe aportes solidarios de los artistas y promotores culturales: Ángel Fuenmayor, Alfredo Soto, Rocío Novelinos, Marisela Soto, quienes a través del director de Cultura de la Alcaldía de Heres, Richard Jaimes, lograron el fundamental aporte de los recursos funerarios y orientación para el retorno en dignidad del patriota a los regazos de la tierra del Cementerio Jobo Liso. También fue fundamental el apoyo de Neptaly Hurtado y artistas de la casita de los títeres. Presencia y emblema impuesta por algunos comunicadores de la Seccional Bolívar del Colegio Nacional de Periodistas. Fue noble la acción coordinadora entre las agrias sombras al titilar del cirio donde Aniuska Mejía, Marisela Soto, Cipriano Femayor, Daniel Moreno, Soret Mejía, notándose la angustia de “los hijos de la noche”, en la canción o los poemas agrediendo las sombras al estallar de los espejos, entre el monologuear de los vecinos preguntándose: ¿Por qué, por qué, por qué no fue llevado a Cuba con urgencia para salvar su vista, su vida, y su pródigo talento, que fue samán donde los arrendajos cantaban al prócer o al mendigo? Con el alba partieron Neptaly y Pedro Osty y sus amigos y toda aquella sensación de grillos interpretando violines monocordes silenciosos.VI El poeta Marfissi pasó el día del sábado, llevando cuñas radiales que fueron inoperantes, porque como era sábado y domingo, creamos confusión, por ser fin de semana y cada información distinta. Hace posiblemente un mes este poeta y comunicador social me entregó la vieja bandera roja carmesí del comandante Salomón, con su hoz, su gallo y su martillo. Jamás imagine que estaba despidiéndose y es importante revelarles todo cuanto escuché de aquellos labios hoy integrados al limo rojo de esta ciudad de piedra y agua. Las flores posteriormente recibidas las remitimos al cementerio. Vistiendo mi bata roja carmesí, sólo el lunes asistí a la Casa de la Cultura y como soldado del Ejército de Liberación Moral de América, expresé lo que era importante decir en nombre de Alfredo Maneiro y Alberto Lovera. No asistí al cementerio por postración física, pero me cuentan que allí la actriz escénica de la casita de los títeres, Rosana González, expuso canto, ciencia y dignidad, en un adiós fecundo de golondrina venciendo a los semáforos. Esta notable compatriota esta próxima a graduarse de médico y estoy segura que tomará el camino fecundo al compromiso planetario por la paz. Gracias Soret por soportar nuestras tertulias y entendernos con paciencia respetable. Para el artista Eutimio Arenas, mi conmovido corazón sangrante, por su severa austeridad extendiendo el estandarte del combatiente asesinado por la impiedad del hombre contra el hombre, en el umbral de un siglo que nos reclama integración y amor para lograr la paz de nuestro planeta flagelado. Nuestra palabra agradecida al diputado Alfredo Arcila y a Guadalupe González de la Asamblea Legislativa, a los comunicadores sociales Gustavo Naranjo Junior, Moreno Seijas, Obdola Bello, José Laurenzo Silva y a tantos amigos. Para concluir informo que el poeta Héctor Gil Linares obtuvo con su obra, “La enfermedad de agosto”, el premio centro francés latinoamericano. Universidad La Sorbona, en París, Francia. Punto y Cero lo afirma.