sábado, 20 de marzo de 2010

Mis Vínculos con la UCV

El más reciente acto de terrorismo que ha sufrido la Universidad Central de Venezuela el pasado martes 16 de marzo, conmueve profundamente porque además de tratarse de otro ataque reiterado a una institución académica, demuestra la barbarie que se despliega en atroces que lamentablemente ha sufrido la comunidad humana, especialmente en conflictos armados. Aún así, en tales momentos y a pesar de la escala de destrucción que entones ocurre, existe cierto respeto por las vidas y se tramita a través de la Cruz Roja Internacional el tratamiento de los prisioneros. También se intenta salvaguardar las obras y contrucciones que se consideran patrimonio de la humanidad. Así, a pesar de las guerras europeas aún podemos admirar Florencia, la Capilla Sixtina o el Coliseo Romano en Italia, el Parlamento Inglés y muchas catedrales góticas, como la Essex en Gran Bretaña, la Torre Eiffel y la Catedral de Notre Dame en Francia,las puertas de Brandenburgo y la multitud de estilos arquitectónicos que se desplazan por Dresden en Alemania, por mencionar sólo algunos de los muchos monumentos emblemáticos de países que estuvieron fuertemente comprometidos en esa hecatombe y que se lograron preservar a pesar de todo.

Lo ocurrido en las instalaciones del edificio central de la UCV sobrepasa cualquier límite antes visto en Venezuela en cuanto a ataques destructivos. Sólo es comparable con los más abyectos e innombrables episodios que lamentablemente ha sufrido la humanidad cuando alguien ha considerado “su” derecho decirles a los demás cómo comportarse, y que tiene que debe destruirse, hasta que no quede piedra sobre piedra. Afortunadamente tales “Atila” pocas veces lograron su propósito, a pesar de haber tratado de apropiarse o destruir -o las dos cosas a la vez- lo que les estorbaba o apetecía. Y es que los creadores de nuestra condición de seres racionales, afectivos y éticos, no han desmayado ni desmayarán en hacer que florezca la vida, en mantenerla, en cuidarla e impedir que esos seres, lamentablemente cegados por odios, resentimientos, pasiones ciegas y envidias –sobre todo envidias- logren su propósito.

Mi motivación para estas reflexiones no sólo es mi repudio al vandalismo y terrorismo, son muchos otros vínculos los que me unen a la UCV desde hace más de cincuenta años. Tuve ocasión de ver la Ciudad Universitaria por primera vez en 1954, casi recién inaugurada. Entré en la biblioteca y desde entonces y para siempre quedé impactada por su armoniosa arquitectura y el gigantesco vitral que allí se puede admirar.

Quiso mi buena suerte que el 21 de marzo de 1955, hoy estoy celebrando 55 años de esa fecha y con sólo el tercer año de bachillerato, empecé a trabajar, como jugando, en la Oficina de Secretaría de la Universidad. Se trataba de hacer un reposo por maternidad a una excelente persona: Lolita de Ibarra. Y lo que iban a ser tres meses de suplencia se convirtieron en casi 10 de permanencia como trabajadora de mi casa que vence las sombras.

La Oficina de Secretaría quedaba entonces en la planta baja del edificio del Rectorado, tan vilmente atacado el pasado martes 16 de marzo. Allí, todos los estudiantes que para entonces cursaban la Universidad Central realizaban todos sus trámites: inscripciones, solicitud de notas certificadas, tramitación de grados e incluso el acto de graduación propiamente dicho era responsabilidad de esa oficina. En la Oficina se planificaba e inscribía para cursos especiales extra curriculares que en algún momento ofrecieron Picón Salas, García Bacca y otros muy distinguidos pensadores y científicos que tuve la oportunidad de conocer.

Éramos diez personas en total: El Señor Suárez, nuestro jefe un poco cascarrabias pero muy eficiente para gerenciar el trabajo administrativo, lo tratábamos de usted y de señor. A otros dos varones los llamábamos por el apellido: Betancourt, era quien más sabía del protocolo para las graduaciones y otros eventos. Piñate, cuyas manos volaban en la máquina de escribir, elaboraba impecables certificaciones. Las mujeres nos llamábamos por nuestros nombres de pila: Alcira Spósito, era jefe de kardex, en el momento de la expedición de notas y cuando el estudiante se iba a graduar, quedaba bajo su responsabilidad comprobar que no existiera discrepancia alguna entre la información que provenía de la facultad y la que constaba en el registro de secretaria. Si tal era el caso la nota registrada en Secretaria se consideraba como la válida. Por cierto, todavía la UCV mantiene ese criterio y aunque hoy existen bases de datos, todavía se llama kardex al registro de calificaciones de todos los estudiantes. Alcira era la hermana del Rector Emilio Spósito.

Josefina de Ayala y María de Lourdes Guerra, eran las secretarias del Sr. Suárez, dotadas de una inteligencia extraordinaria y gran velocidad en la máquina de escribir, que para entonces sólo era manual. Se la pasaban inventando nuevas maneras de hacer el trabajo mejor en una sana competencia entre ambas. Cuando llegué Josefina estaba soltera. Se casó con el médico Rafael Ayala quien para entonces era estudiante. Todos vivimos en la Oficina sus preparativos para el matrimonio y posterior embarazo con alegría colectiva. María de Lourdes era familia del Dr. Julio De Armas y llegó a ser secretaria del rector, al llegar la democracia. Fue la persona que me ayudó a ingresar en la UCV. Cuando Lolitase se reincorporó, desplegó sus múltiples cualidades para el trabajo administrativo, parecía una abejita en la colmena. Durante la presidencia de Raúl Leoni apoyó fuertemente a Doña Menca, su amistad con la Primera Dama se había forjado cuando niñas en la hacienda El Manteco de Ciudad Bolívar. Las más jovencitas éramos Lolita Esteves y yo, calificaría nuestra labor de auxiliares de secretaría. Además contábamos conn el bedel-mensajero, una persona mayor de gran sabiduría, campesino recientemente emigrado a Caracas que se apellidaba Ferrer, a él también lo tratábamos de señor y de usted.

Mis responsabilidades específicas consistían en recibir el correo y ayudar al Sr. Ferrer a repartir, en diferentes casilleros la correspondencia que llegaba para todas las once facultades, porque Ferrer no sabía leer. Otra de las cosas que hacía era reservar la correspondencia del Rector, los Vicerrectores y Secretario y enviarla cerrada a las secretarias de las autoridades universitarias, menos la correspondencia oficial del Secretario, quien para entonces era el poeta Luis Beltrán Guerrero. Abría los sobres, anotaba en un libro una síntesis del contenido y si había alguna carta en inglés, idioma que manejo desde muy niña por haber recibido una educación bilingüe, la traducía e incorporaba al conjunto de cartas anotadas en el libro de correspondencia. También anotaba todas las comunicaciones que salían de la Oficina de Secretaría hacia otras dependencias y al exterior. Entre mis responsabilidades estaba ayudar a comprobar si las certificaciones no tenían errores y archivar las copias después de que se entregaba el documento a quien lo hubiera solicitado. Había momentos en que el flujo de solicitudes aumentaba, según arreciara o no la persecusión política de la dictadura.

Para mí era algo muy especial llegar a trabajar, me sentía tan feliz viéndome rodeada no sólo de la belleza intrínseca de mi Alma Mater sino de convivir y conocer personas que me estimulaban con su ejemplo a dar lo mejor de mí, con amor y responsabilidad. Por ese entonces Piñate me empezó a llamar “cuartillo de risa”, siempre dispuesta a sonreir y a encontrar la gracia de los eventos que se dan en cualquier ambiente humano. Por ese entonces también empecé un “víacrucis” de obtener el reconocimiento de mis estudios previos, cursados en Perú. Lamentablemente el Convenio “Andrés Bello” no se firmó hasta enero de 1970 y tuve tantos obstáculos que dejé de insistir en ese intento.
En los momentos de inscripciones y graduaciones nos integrábamos y repartíamos tareas y facultades. Era un verdadero trabajo en equipo que me enseñó, entre otras cosas, la alegría de hacer las cosas bien hechas, el cumplir con lo que se me asignara y dar un poquito más cada día. Un ejemplo del esfuerzo que le ponía a mis responsabilidades podría ser éste: Un día se me acercó el Dr. Diego Texera, biólogo y para entonces Director de la Escuela de Ciencias, que pertenecía en ese momento a la Facultad de Ingeniería. Me pidió que reservara las cartas pues él mismo pasaría a recogerlas. Yo hice lo que me pidió y un poquito más: abrí un libro de correspondencia donde asentaba esas cartas. Creo que gracias a ese gesto me llegó una enorme recompensa: la Facultad de Ciencias fue creada el 13 de marzo de 1958, a menos de dos meses de la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, nombrándose al Dr. Diego Texeracomo primer decano y el 2 de mayo de ese mismo año me convertí en la primera secretaria del Decano de esa Facultad.

En la Universidad viví momentos históricos inolvidables tales como presenciar el primer Consejo de Facultad presidido por el Dr. Francisco De Venanzi, el primer Rector de la Democracia. También, todo lo que significó la promulgación de la Ley de Universidades por el Decreto-Ley 458. Esto ocurrió el 5 de diciembre de 1958. Todos comentaban que desde una inspiración democrática, de justicia social y solidaridad, se consagraba la libertad de pensamiento, la apertura a todas las corrientes del pensamiento y el diálogo con argumentos, como medio para la discusión académica. Desde entonces el 5 de diciembre se celebra el día del profesor universitario. Otro hecho que despertó gran algarabía fue la proclamación de la autonomía universitaria, el 18 de diciembre de 1958.

Pasó el tiempo, cambió el decano y tocó le al Maestro y Doctor José Vicente Scorza ser mi jefe. Entre los muchos aprendizajes que obtuve de él, tal vez el más significativo sea mi reincorporación al mundo del aprendizaje formal. Scorza me animó a presentar el examen de admisión que se estaba ofreciendo a periodistas profesionales que por causas políticas no habían podido realizar sus estudios. Ellos cursarían entre las 7 a 10 de la mañana. En aquella época no se otorgaban permisos especiales para estudiar y Scorza me permitió cambiar el horario para poder iniciar mis estudios, compensaba el tiempo trabajando dos horas más por la tarde. La solución era conveniente para todos pues como secretaria del decano, una de mis responsabilidades era asistir al Consejo de Facultad y posteriormente redactar el acta de los acuerdos, y esas reuniones generalmente se prolongaban. Así, en 1962 pude sacar mi primer título universitario de Técnico en Periodismo. Luego, en 1966 obtuve la Licenciatura en Periodismo y años después el Doctorado en Ciencias Sociales. Tres alegrías académicas que le debo a mi Casa de Estudios y a ese primer empujón que me diera mi querido “Cantinflas”, nombre con el que firmaba los borradores de las comunicaciones que yo iba a redactar o reproducir.

El doctor Alonso Gamero, el siguiente decano, me enseñó de varias maneras: el chofer del decanato tuvo un choque en Barlovento. Había sacado la camioneta sin permiso y estaba detenido. En esa fraternidad que para entonces reinaba entre todos los empleados, obreros y profesores de la Universidad, sus compañeros acudieron a mí para que intercediera. Gamero se negó a disculparlo, me pidió que reuniera a todos y más o menos dijo: “Si el carro que sacó sin permiso y ha chocado fuera mío, a lo mejor lo disculparía pero ha tomado una propiedad pública, esa camioneta no es de mi propiedad, pertenece al Estado venezolano y él tiene que vivir las consecuencias de una acción reprobable.” Todavía medito esas palabras cuando contemplo cuántos hechos de corrupción y hasta criminales ocurren día a día sin que se produzca sanción ni siquiera una reflexión de las que tanto se aprende.
Y una segunda lección que recuerdo fue cuando me dictó un documento y comprobó que yo no sabía taquigrafía. Yo había aprendido haciendo, mi velocidad en la máquina de escribir se debía a que una vez llevaron un nuevo kardex a la Oficina de Secretaría y Alcira me invitó para que pasara todas las fichas de los estudiantes. Me puse manos a la obra imitando e imitando a esas buenas secretarias me propuse aprender con los diez dedos y no escribir solamente con dos como hacían los que no adiestrados. Y desde Agronomía a Veterinaria, siendo la última tarjeta la de un estudiante de apellido Zurita, terminé el kardex y me hice mecanógrafa al tacto de gran velocidad.

Nunca había necesitad aprender taquigrafía hasta entonces pues mis sucesivos jefes, después de leer las cartas se habían limitado a colocar en ellas frase como: “responder que sí”, “decir que no”, “citarlo, ver mi agenda”, etc. y eso era suficiente para que redactara el oficio pues los términos oficinescos son harto conocidos: “Tengo el agrado” “Cumplo con” para la apertura y “Dios y Federación” para el cierre. Si se trataba de hacer algún informe, escuchaba y anotaba las ideas principales, y listo, a redactar. De modo que con mi juventud, que el Profesor se diera cuenta de mi ignorancia en cuanto a no saber taquigrafía me hizo sentir muy mal. Y el actuó como un verdadero maestro, me dictó su informe pausadamente y al día siguiente se presentó al decanato con un dictáfono de un tipo que no he vuelto a ver. No tenía necesidad de retroceder la cinta con la mano, tenía un pedal y yo paraba el flujo de palabras a conveniencia, utilizando mis manos sólo para escribir.

Y una tercera lección fue su fidelidad. Cuando el Partido Comunista empezó a hacerse fuerte en la UCV le planteó al doctor Gamero, a quien el PCV consideraba su aliado, la conveniencia de que no fuera yo su secretaria sino la esposa de un miembro del Comité Central de ese partido, alegando que el cargo tenía que ser para una persona de plena confianza. El, no sólo se negó a aceptar esa propuesta sino que me lo hizo saber con cierta ironía comentando que se suponía que en ese partido no había jerarquías. Y lo decía porque para ese entonces estaba casada con Héctor Gil Linares, quien militaba en la juventud del PCV.

No puedo dejar por fuera que fue en la Universidad Central donde me enamoré de Héctor, siendo ambos estudiantes. Él se graduó un año antes y pasó a trabajar en el área de investigación de la comunicación, en el mismo centro que hoy se conoce como ININCO. Era un soñador que creía en los cambios revolucionarios y asumió tan en serio su compromiso que el balance podría ser la pérdida de sí mismo pues truncó todos sus propios planes de desarrollo, incluyendo la responsabilidad hacia su famila. Me alegra que mientras fue mi pareja mantenía la esperanza y el deseo de lograr un mundo mejor para todos. Fue toda una generación que en Venezuela abrazó apasionada e irreflexibamente una lucha armada durante la década de los años sesenta y que liderizaron los militantes de la juventud de Acción Democrática y del Partido Comunista, especialmente quienes habían participado en acciones contra la dictadura perezjimenista.

Aunque no militaba en ningún partido, yo también formo parte de esa generación idealista y desde entonces veía los métodos violentos que se emplearon, como un disparate. Los jóvenes abandonaban puestos claves dentro de la organización social para irse a las guerrillas urbanas o del campo. No se si mi formación cristiana y mi condición de estudiante-trabajadora me inclinaban a unirme a otros tipos de lucha: fui representante de la Facultad de Ciencias ante la Asociación de Empleados y también de los estudiantes de periodismo cuando ya estaba a punto de graduarme.

Varios de los logros que obtuvimos en la Asociacion de Empleados persisten en el tiempo fueron como por ejemplo, el jardín de infancia para los hijos de los empleados y obreros y la caja de ahorros. La mayoría no estaba acostumbrada a ahorrar y resentía cuando había que descontar el montepío. “Otro muerto”, se quejaban, “yo como que me salgo de esa caja” y había que hacer una labor especial de convencimiento para disuadirlos explicando las ventajas, que ahora resultan obvias, no sólo en préstamos inmediatos sino los de largo plazo para compra de viviendas, automóviles, línea blanca, etc.
También me dedicaba a hablar con los profesores para que nos ayudaran a completar el presupuesto que asegurara la apertura del jardín y casi les lloraba a los compañeros de trabajo para que inscribieran a sus hijos en el preescolar y así contar con el cupo mínimo necesario para que se mantuviera abierto. Para entonces muy pocas personas comprendían la importancia de ese nivel pues los niños normalmente iniciaban su educación formal a los siete u ocho años. Fue una verdadera hazaña que el Jardín “Teotiste de Gallegos” abriera sus puertas. Entonces yo estaba embarazada de mi hijo mayor y cada vez que nos reuníamos a hacer balance faltaba esto o aquello. El presidente de la asociación era Samuel Benshimol, esposo para entonces de Margarita Rondón quien desde entonces se destacó por su lucha por las reivindicaciones de empleados y obreras. Una de las últimas de esa etapa fue lograr la construcción de unas escaleras de cemento. El kinder estaba situado dentro de la Ciudad Universitaria, por el gimnasio cubierto. Y comento todo para la reflexión de las nuevas generaciones quienes vinieron después y encontraron muchas cosas ya realizadas.

Afortunadamente el Jardín se fue consolidando y tres/cuatro años después de su inauguración, dos de mis hijos disfrutaron de la excelente dirección que le impartió Beatriz de Moreira, de la dedicación de todo el equipo de kindergarterinas y muy especialmente de la sensibilidad de su esposo, el Maestro y Músico, Sergio Moreira quien logró que mis niños y todos los pequeños que tuvieron el privilegio de aprender de él, se nutrieran de su amor especial hacia el lenguaje musical que abre mentes y sentimientos, facilita el ritmo, la armonía y que aproxima tanto al mundo espiritual.

Comprendí, en medio de tal derroche de ideas y pensamientos que debía terminar mis estudios secundarios lo cual hice por libre escolaridad y en el Liceo Nocturno Juan Vicente González. Para culminarlos conté con la ayuda desinteresada de algunos estudiantes de la Facultad de Ciencias, casi todos del Centro de Estudiantes: Germania Marquina, hoy jubilada de la Universidad de Carabobo, fue mi profesora de Química. Ernesto Medina, aclamado mundialmente por sus trabajos en ecología al punto de solicitar para él el premio nobel, me preparó en biología y un estudiante de ingeniería, Andrés Martín, en mateláticas. Las materias de humanidades no eran mayor problema para mí y pude alcanzar con éxito el nivel de bachillerato.

En cuanto a mi vida de estudiante universitaria, fue extraordinario compartir con personas mucho mayores que yo por lo que esto significó de profundidad de sus análisis gracias a lecturas previas y a su propia experiencia vital. También los profesores contribuyeron a ampliar mis horizontes académicos, a ayudarme a relacionar hechos aparentemente intrascendentes, en toda su relevancia. Al asistir a la exposición y desarrollo de las ideas de Antonio Pasquali, Rumazo Gonzalez, Héctor Mujica, Pedro Beroes, Luis Anibal Gómez, Nuñez Tenorio, Guillermo Korn y tantos otros se me abrían nuevos cauces a mis inquietudes intelectuales.

Muchos años después, ya fuera de mi condición de estudiante y trabajadora de la UCV fue el doctor Luis Segundo Jordán, biólogo y vinculado a AsoVAC quien me invitó a acompañarlo en la planificación y desarrollo del I Festival Juvenil de la Ciencia que se realizó en Caracas en 1968. Un año después el Profesor Alonso Gamero me propuso formar parte del equipo de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo en la condición de Jefe del Departamento de Extensión Científica,área que no existía en ninguna universidad y a través de las cual se presentaron más de 100 conferencias en el programa “La Ciencia en Venezuela 1970” que culminaron en 4 libros con exposiciones de los más destacados investigadores de la UCV y del IViC, gracias a los contactos que había mantenido cuando era secretaria.

Hoy el vínculo con mi querida CASA QUE VENCE LAS SOMBRAS continúa y ya alcanzó a tres de mis nietos jóvenes universitarios que, como su abuela, sueñan y esperan un mundo mejor. Forman parte de la Generación Manos Blancas que irrumpió en el siglo XXI, con más claridad que la nuestra de los años sesenta. También ellos defienden la autonomía, la libertad de pensamiento, la creación de nuevo conocimiento, la paz y otros valores humanos, a través de un diálogo argumentativo. ¿Qué mejor regalo para mis 55 años de estudiante-trabajadora permanente?
Gladys García Delgado
Profesora Titular